SERENDIPIA
Ninguna de las personas que estaba en el primer círculo de la caravana deseó estar ahí. Pero ahí estaban, persistentes, enlutadas unas; en un limbo, otras, pero decididas. “Vivos los llevaron, vivos los queremos”, coreaban familiares de miles de desaparecidos. En el monumento a Colón o en la Alameda, de vez en cuando se escuchaba venir de fuera de la marcha un lacónico: “No están solos”.
Al frente marchaban el poeta Javier Sicilia, los padres de los 43 normalistas de Ayotzinapa y los miembros de la familia LeBarón. Y a sus espaldas, se formaba un mar inabarcable de pancartas de todos tamaños y colores:
“Guadalupe Pamela Gallardo, 23 años, desaparecida el 5 de noviembre de 2017”. “Andrea Michelle Dávila, 15 años, desaparecida el 6 de agosto, en Ecatepec”. “Maruzaba Teresa Gómez, secuestrada en Durango”. “Luis Rabadán G., desaparecido”. “María Estela Durán, desaparecida en Cuautitlán”. “Red de madres de Chiapas”. Un adolescente llevaba una hoja pegada a la mochila: “Trabajadores de Sanborns desaparecidos en la colonia Lindavista: Leonel Baez Martínez, Angel Ramírez y Jesús Reyes Escobar”.
Algunas cosas han cambiado desde la caravana de 2013. La más visible es que no todas las organizaciones civiles que marcharon aquella vez se han sumado. “Las balas nos han enlutado”, rezaba una pancarta en las manos del hombre árbol que atravesó el país hace seis años acompañando al poeta.
Varias de las organizaciones civiles que acompañaron aquella marcha, ayer estuvieron ausentes; hoy apoyan al gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Una nota relevante es que a la caravana se sumaron no sólo los familiares de los desaparecidos, sino familias de las víctimas de la violencia.
A la caravana llegaron Griselda Triana, esposa del periodista Javier Valdez Cárdenas, muerto en Sinaloa, y los familiares del fotógrafo Rubén Espinosa, asesinado junto con cuatro personas en la Ciudad de México. La señora María del Carmen Velázquez se presentó con una fotografía de su hija, Guadalupe Pamela Gallardo, desaparecida hace dos años.
“Tenemos que unirnos por amor a nuestras familias”, clamaba la señora Maricarmen. A unos metros de ella, tres jóvenes alzaban un cartón: “Vine a marchar por quienes no están”. Los últimos grupos de familiares entraron al Zócalo cuando un viejo organillero tocaba “Jesusita en Chihuahua”.
Cuando pasaban por un costado de Palacio Nacional los encararon simpatizantes del presidente. “¡Obrador! ¡Obrador!”, creció un coro. Les gritaron: “Apátridas”, “Mal nacidos”, “Traidores”, “Arrastrados”, “Conservadores” y “Perros que perdieron sus privilegios”.
Los familiares continuaron el camino en silencio, como toda la marcha salvo breves escalas en los antimonumentos, donde cientos de niños, ancianos y familias gritaron diez veces: “¡Verdad, justicia, paz!”.
El Presidente no los recibió, como había anunciado días atrás. Hoy, con el país dividido, los familiares y las víctimas parecen más solos que nunca.