LA APUESTA DE ECALA
Un Cuento de Navidad (II)
La ciudad de Querétaro -en las navidades de 1765- se daba por enterada de características propias de una pequeña población altamente españolizada, en pobre podemos hablar de una diversidad y aceptación de diferentes pensamientos y culturas, ¡es más! desear que pasara la sana convivencia entre indios, españoles y negros, sería caso de denominarle ¡imposible!
Todas las familias que vivían cerca del acueducto, más en la parte cercana al conjunto arquitectónico del Colegio de Propaganda Fide -quienes sufren pertinaz pobreza- están aún en deseos de lograr obtener agua potable de manera tal, como la casta española.
El agua hace no mucho – no más de 40 años- llegaba a la ciudad por canales y tubería de barro, las cuales, por su fragilidad de material de barro, apestaban el agua y llenaban de enfermedades a la ciudad española, las constantes quejas de los conjuntos religiosos – especialmente los de mujeres- llenaban las estadías de oficios del Ayuntamiento.
Gracias a esas gestiones y a la rápida perspectiva de atraer agua potable a la ciudad española – no a los indios- se logró construir un majestuoso sistema, que venía directo de los mantos acuíferos de la zona denominada la gran cañada, en donde bajo un diseño de arcos romanos, se estableció por medio de gran ingeniería – y monedas de oro- lograr que apenas en 1735 llegara por primera vez ¡agua potable!
Cristalina, llena de vida y con la condición de que todos tuvieran acceso – no solo los conjuntos religiosos y españoles- se ingeniaron una serie de cajas de agua, en donde con fuerza y equilibrio ¡toda la población tenía acceso al vital líquido!…
… ¿cuál era el principal temor de los españoles avecindados en casonas y lujosas mansiones del casco? ¡que los indios ingresarán a la ciudad por agua!
Por ello se ideó que algunas cajas de agua estuvieran fuera de la ciudad, en colindancia con el bosque espeso que existía en el sur del cuadro de la ciudad.
Ya en nuestra historia, en la misma navidad de 1765, cercano al arco de gran majestuosidad y elegancia – ese que rompe la línea recta y se introduce en el conjunto del Colegio Fide- a unas cuantas varas de distancia, está el taller del ebanista Jacinto, papá de nuestro travieso y lleno de curiosidad héroe.
Jacinto Carpintero, un vivaz chiquillo de 6 años -de descendencia isleña de grandes ojos marrón y chinos fruncidos- tenía a bien no comprender aquello de lo que no debía hacer… ¡aunque su mama se lo tenía bien aleccionado! ¡si te metes a la ciudad te doy con la cuchara de madera!
¡pero el agua es una atracción imposible de evitar!
El taller era una simple construcción de muros de adobe, con un techo de maderas – bien construido y cimentado- que permitía no solo que pernoctara los padres de Jacinto, sino que también vivía su enferma abuela – de no más de 52 años- dos de sus tíos, que ayudaban al papá del chiquillo en la ebanistería y entre todos formaban una casta de ebanistas.
Los ebanistas bien adentrados en su oficio, y con el haber realizado diferentes trabajos a la casta élite de la ciudad española, lograban obtener un rango diferenciado de todos quienes servían, con mejora en el pago lograban ingresar a talleres de ropajes y de curtidores de pieles, para hacerse – después de una mejora de condición por sus talentos- de algunos privilegios, que, de otra manera, parecieran imposibles para un grupo de indios y de morenos color café.
Gracias a este beneficio, lograban tener azúcar refinada – de difícil acceso por el precio- carnes en sal, y uno que otro manjar exclusivo de los ibéricos.
Por ello tal vez el poco interés de aprender el oficio de su padre del niño Jacinto, ese de chinos fruncidos, ¡no era legítimo! -decía la abuela- porqué se distrae cuando quiere ir a conocer la ciudad.
Cuando niño en la ciudad de Querétaro -un fino paraje de casonas estilo Valencia, con callejuelas que se arremolinan entre ellas, y que de tanto pasadizo pareciera el lugar ideal para los enamorados y los jóvenes tuneros de antaño- era un verdadero problema ingresar a la ciudad.
Los talleres de obradores de comida y viandas, así como quienes comercializaban y ayudaban a las finas casas de la ciudad, deberían tener más de 14 años para lograr ingresar como servidumbre de la casta y tener un registro del ayuntamiento.
Si eras un niño pequeño – como nuestro Jacinto- de los barrios de la colindancia a la ciudad, no podías entrar a conocer la ciudad ¡estaba negado!… ¡la voz y la plática de un niño que deseara interactuar con un adulto era más que improbable!… ¡mayor atención ponían los adultos a las cosas de los adultos que a los niños!
¡solo mama dialogaba con el pequeño Jacinto!
Y entre ellos, comiendo un plato de frijoles negros, comentaban del campo florido a sus espaldas de la casa, del trabajo que hacía Papá y sus tíos, de las piezas grandes y las sillas que construían, que tanto agradaban a los señores de la ciudad.
-Jacinto ¿quieres ser como Papá?
-¡no!… ¡yo quiero ser como el fraile de ojos amorosos del convento del centro de la ciudad!
-¿pero tú como lo conoces?
-¡él me dice por donde entrar a la ciudad para que nadie me vea…!
El niño José María Romero, hijo del acaudalado joven español Don Pedro Romero de Terrenos y de su esposa María Antonia de Trebuesto y Dávalos, descendiente directa de Moctezuma – que en esos años era considerada una noble- estaba ya envalentonado – ahora sí- para hacer frente a todas las sombras que se presentaran.
¡nada temía!… ¡traía su resortera hecha de un palo en “y” y de una liga de las cajas de productos que a cada rato llegaba al palacio – ese construido por su padre hacia el profundo amor que le profesaba a su Mamá- y con unas canicas – unas esferas pequeñas de cristal que le había conseguido su tío en un viaje que hicieron a China- … ¡se sentía más que preparado!
– ¡si llega…! ¡le daré un buen tiro!…
En su mente pasaban mil formas de la sombra… ¡él la recordaba que tenía una gran melena como un león…! ¡pero también recordaba unas garras filosas como de dragón…! ¡y también lo que más le atemorizaba era la gran cabeza que pareciera iba creciendo conforme él corría y la sombra lo perseguía!
¡esta listo!… en medio de la gran escalera de acceso a la segunda parte superior del palacio – en el patio principal- que se rompía en medio y surgían dos escaleras, una a la derecha y otra a la izquierda, estaba protegido por una madera de mayores proporciones que le pidió a uno de los trabajadores le consiguiera – sin permiso de Mamá- y que además, le hiciera una empuñadura interna – esa como de los troyanos, esos héroes de la mitología que le leía su institutriz- ¡estaba listo para enfrentar su propia batalla!
¡así espero unos minutos…! ¿la carnada…?
¡una manzana cubierta de caramelo rojo!… ¡el cebo ideal!
¡el tiempo tomó su marcha! ¡inexplorable Cronos que hacía de las suyas en el campo de batalla!
¡el sueño le venció a nuestro joven Aquiles…!¡Morfeo hizo de las suyas y atrapó al joven vigía!
…¡un ruido lo despertó!
¡al voltear a ver la trampa…! ¡no estaba el cebo!…
¡entró en temor! ¡era seguro que hablábamos de una inteligencia superior! ¡había vencido al apuesto Aquiles!¡rayos y centellas bajarían del propio Zeus para castigarle por haberse vencido en los brazos del dios del sueño!
¡los troyanos no le perdonarían tal osadía!
Bajó los escalones uno por uno, con su escudo, emulando las batallas cuerpo a cuerpo…¡sus ojos no dejaban de enfocar… ¡la astuta sombra de gran cabeza podría estar cerca! ¡un frío intenso bajó por su espalda!
…¡buscó con cuidado por debajo de las ruedas de la gran carreta de carga… no había nada! ¡su escudo era su protección!
De repente …¡un chancho le rugió!
¡corrió despavorido a su habitación!… ¡subiendo las escaleras con paso veloz!
¡en ello dejó su alma!…
¡cuando ingresó se metió debajo de las sábanas! no sin antes haber dejado el escudo ¡que en nada le protegió del gran temor!
Nuestro héroe Jacinto -el chiquillo de rizos fruncidos- había descubierto algo mágico… ¡en uno de los patios del palacio nuevo de la ciudad ¡aparecían manzanas de cristalina y dulce cubierta roja!
¡no lo podía creer!
¡aún no sabía porqué un regordete y chapeado niño se dormía en las escaleras del palacio! Junto a un pedazo de madera… ¡pero la manzana dulce estaba allí!
¡para él solo!… ¡así que la tomó!
Cuando Jacinto tomó la manzana, en la puerta principal ya le esperaba el joven fraile de ojos amorosos, quien le había hecho compañía en tal odisea.
¡los dos corrieron por entre el callejón!… ¡Jacinto trataba de tomarle la mano para correr juntos!
¡era imposible!… ¡como si se desvaneciera una vez que lo alcanzaba!
¡una sonrisa blanca y agradable salía del rostro del joven barbado fraile!
Para Jacinto este joven fraile le causaba muchas preguntas, admiraba que conocía muy bien a Jacinto, el nombre de sus padres y abuelos – eso que Jacinto no sabía nada de su abuelo- el fraile le contaba historias hermosas de un personaje que había vivido hace muchos años, en una tierra llena de desiertos y camellos.
En ocasiones le platicaba con los ojos llenos de emoción, de lo bueno que aquel hombre era -ese de los desiertos y los camellos-
¡y a Jacinto le daba lecciones de como ser un mejor niño!
-¡sé bueno con tus padres Jacinto! ¡ayúdales en su labor! – le decía con voz suave.
-¿soy un mal hijo porque quiero conocer la ciudad?
-¡no! ¡no existen niños malos! ¡todos son buenos!
Jacinto sabía que, si se acercaba al patio trasero del gran conjunto de San Francisco a la hora de siempre, este joven fraile le acompañaba a sus andanzas de conocer la ciudad.
Él fue quien le dijo que en aquella casa palacio, había un niño chapeado con muchas ganas de conocer más niños ¡de jugar aventuras! pero que nadie se acercaba a jugar con él.
Un día le contó que la Mamá de aquel niño lloraba profundamente por su hijo, que a ella le parecía que su hijo tenía algo diferente… ¡algo extraño!
Por eso el fraile de ojos amorosos se hizo amigo de Jacinto, para que juntos lograran hacerse amigos del niño del palacio nuevo, de aquella gran casa que daba la construcción como una de las más importantes de la ciudad española.
Aquella navidad de 1765 le traería recuerdos al niño José María, ya se preparaba todo para el gran festín, la noche buena era el tiempo que durante todo un año el niño esperaba – como muchos- para lograr ver reunida a toda la familia.
Esa noche del día de la batalla, al ir su padre a darle su bendición para dormir, volvió el niño a preguntar:
-Padre ¿puedo invitar a un amigo a cenar en Navidad?
-¡claro hijo! ¿de qué familia es?
-¡es de la casa de los franciscanos!
-¡ah! ¿un fraile?
-¡sí!
-¡claro hijo! Invítalo, sirve que todos necesitamos un buen pensador en esas fechas…
Continuará…