QUERETALIA
A 153 AÑOS DEL DERRUMBE DE UN SUEÑO IMPERIAL
En la línea del Río Querétaro, frente al panteón de Santiago (hoy avenida Universidad esquina con Gutiérrez Nájera), a las tres de la mañana comienza a caminar el coronel imperialista Miguel López con la pistola del republicano Vélez atrás de él, sirviendo de guía a los chinacos hacia el tapial del convento crucífero. Este movimiento ha podido verificarse hasta ahora en forma imperceptible, puesto que la noche es de una oscuridad profunda, completamente silenciosa y sumamente fresca. López y compañía entran al huerto de La Cruz y punto por punto del cuartel general crucífero van rindiendo a la tropa imperialista, sustituyendo la republicana a ésta, desarmando hábilmente a los reclutas defensores. Antes, López mandó quitar un cañón al sargento imperialista Guzmán de la tronera para facilitar el paso de los republicanos –con malos modales e injurias-, haciendo creer a los adormilados defensores que se trataba de tropas del general Márquez. En los momentos que se dirigían a la puerta principal del convento, encontraron a dos individuos de elevada estatura, uno de los cuales marcó el “quién vive” a lo que el general Vélez respondió: “la República Mexicana”, amenazándolo con su pistola y con las armas de la tropa que lo acompañaba. Una hora después se escuchan pasos precipitados en los corredores del convento. Ya están tomados el cementerio, la huerta, el templo y torre de La Cruz y cercado todo el Sangremal por tropa liberal. Unos imperialistas miembros de la guardia municipal se quejan de que unos “morenillos” han robado sables, espadas, pistolas, rifles, sarapes y lo que es peor, sus botellas de vino de jerez y se las han bebido hasta saciarse. Al escuchar José Luis Blasio los ruidos en los corredores, a las cuatro de la mañana, sale y se encuentra con Miguel López y Antonio Jablonsky, y es éste quien le dice: “corra Ud. a despertar al Emperador, el enemigo ocupa La Cruz y el convento está cercado por los liberales”. Blasio, a medio vestir, va por el pasillo en medio de los uniformes grises de los soldados republicanos del batallón Supremos Poderes, despierta al criado imperial Severo Villegas y le dice que despierte a Maximiliano, y éste abre los ojos y se para sin dar crédito a lo que dicen, aunque muchos testigos afirman que se despertó tranquilo y se vistió lentamente como si ya esperara la noticia. Calmadamente se puso un pantalón de montar punto de malla y bota fuerte, levita militar azul de solapa suelta, abrochados los primeros botones y espada ceñida al cinto bajo las faldas de la levita. Se tocó. Finalmente, con un sombrero blanco de anchas alas con toquilla delgada de oro, cubriéndose con un paletó del frío de la triste mañana. Es la única vez que en su reinado portó un arma oficial para atacar o defenderse.
El monarca se había acostado a la una de la mañana y una hora y media después despertó por un ataque de cólicos a causa de su disentería agravada por la influenza epidémica que llevaron las lluvias al cuartel. Ratz considera que la aparente calma de Maximiliano no era por estar coludido con Escobedo sino por un estado de estupor producido por la opiata que le suministró Basch contra dichos cólicos, o sea, que andaba dopado por el opio. El pesadito de Jablonsky entra a la celda imperial para suplicar se den prisa, entre tanto, Blasio despierta a Severo del Castillo –al que hay que empujar en su cama porque no oye nada a causa de su sordera- y, Severo el criado, despierta al oficial de órdenes Pradillo y al mercenario de Salm Salm. Éste recibe en su celda ya vestido al médico Basch quien le informa que todo se encuentra ya en poder de los republicanos y le sugiere que mande avisar al capitán del estado mayor austriaco que monten los húsares y estén listos para cualquier eventualidad. Basch es llamado por su jefe, quien está muy calmado y le dice: “No será nada, el enemigo ha de haber penetrado los jardines. Tome usted sus pistolas y sígame”. El médico va en busca de sus armas, que estaban en su silla de montar, y es hecho prisionero después de varios incidentes además de que un oficial republicano llamado José María Pérez le cogió su reloj y el cinturón lleno de oro para la huida. Los criados, Salm, Severo del Castillo y Blasio van por Max a su celda y rodeándolo bajan las escaleras conventuales y se dirigen hacia la portería que ya está custodiada por elementos rojos, cuyo centinela les grita: “atrás”. Allí se encuentra a la incierta luz de un farol el coronel José Rincón Gallardo, vestido con camisa blanca de lienzo y peinando sus largos bigotes rubios, quien al ver al grupo y observar que van a ser hechos prisioneros dice al centinela: “Déjalos pasar, son paisanos”. Este detalle de Rincón Gallardo es un respiro para Maximiliano –porque de querer ahí mismo lo pudieron haber apresado- y tranquilizó la conciencia de López quien en el fondo esperaba que su compadre y jefe se salvase. Ratz termina este episodio diciendo que Rincón Gallardo, como banquero capitalino, se encargaría más tarde de pagar “los honorarios” de Miguel López, mediante letras de cambio giradas por la casa Rubio al banco del coronel, y así Escobedo podrá decir que él mismo nunca pagó un centavo a López. Blasio afirma que quizá Rincón Gallardo quiso salvar al emperador o cuando menos no quiso que recayera sobre él la responsabilidad de haberlo apresado. Maximiliano sigue su camino y comenta a sus allegados “Ven ustedes, cómo es conveniente hacer favores”, refiriéndose a que reconoció al hijo de la señora marquesa de Guadalupe, dama de honor de Carlota. En la plazuela de La Cruz es rodeado de más personas allegadas y la cruzan, todavía sumida en la penumbra, rumbo al centro y en la calle Baja de La Cruz (hoy Carranza) los alcanza Pradillo, que lleva su caballo y otro para Maximiliano, quien al ser invitado a montar se niega afirmando que seguirá a pie porque los otros no tienen caballos. Cerca de la Plaza de Independencia los alcanza Miguel López quien dice a su compadre imperial: “Señor, todo está perdido, el enemigo está en La Cruz y bien pronto ocupará la ciudad; pero tengo un lugar perfectamente seguro para esconder a Vuestra Majestad”. Maximiliano replica con voz alterada por el enojo: “¿Esconderme? ¡Jamás!” Al llegar al palacio departamental ordena el rubio príncipe que todos se concentren en el Cerro de Las Campanas donde seguramente aún se encuentran tropas imperialistas. Bajan por la calle de El Biombo y frente a la casa de Cayetano Rubio López insta a su compadre entrar para esconderse –la casa está llena de sótanos- respondiéndole el archiduque con gesto desdeñoso que un hombre de su estirpe no se esconde. El compadre incómodo vuelve su caballo hacia la prefectura municipal (hoy Palacio de Gobierno) para desarmar a los hombres de Mejía y no acompaña a la comitiva al oriente citadino. López se fue para nunca más volver a comparecer delante de Maximiliano, cuando menos en vida de éste.
QUERETALIA
A 153 AÑOS DEL DERRUMBE DE UN SUEÑO IMPERIAL
En la línea del Río Querétaro, frente al panteón de Santiago (hoy avenida Universidad esquina con Gutiérrez Nájera), a las tres de la mañana comienza a caminar el coronel imperialista Miguel López con la pistola del republicano Vélez atrás de él, sirviendo de guía a los chinacos hacia el tapial del convento crucífero. Este movimiento ha podido verificarse hasta ahora en forma imperceptible, puesto que la noche es de una oscuridad profunda, completamente silenciosa y sumamente fresca. López y compañía entran al huerto de La Cruz y punto por punto del cuartel general crucífero van rindiendo a la tropa imperialista, sustituyendo la republicana a ésta, desarmando hábilmente a los reclutas defensores. Antes, López mandó quitar un cañón al sargento imperialista Guzmán de la tronera para facilitar el paso de los republicanos –con malos modales e injurias-, haciendo creer a los adormilados defensores que se trataba de tropas del general Márquez. En los momentos que se dirigían a la puerta principal del convento, encontraron a dos individuos de elevada estatura, uno de los cuales marcó el “quién vive” a lo que el general Vélez respondió: “la República Mexicana”, amenazándolo con su pistola y con las armas de la tropa que lo acompañaba. Una hora después se escuchan pasos precipitados en los corredores del convento. Ya están tomados el cementerio, la huerta, el templo y torre de La Cruz y cercado todo el Sangremal por tropa liberal. Unos imperialistas miembros de la guardia municipal se quejan de que unos “morenillos” han robado sables, espadas, pistolas, rifles, sarapes y lo que es peor, sus botellas de vino de jerez y se las han bebido hasta saciarse. Al escuchar José Luis Blasio los ruidos en los corredores, a las cuatro de la mañana, sale y se encuentra con Miguel López y Antonio Jablonsky, y es éste quien le dice: “corra Ud. a despertar al Emperador, el enemigo ocupa La Cruz y el convento está cercado por los liberales”. Blasio, a medio vestir, va por el pasillo en medio de los uniformes grises de los soldados republicanos del batallón Supremos Poderes, despierta al criado imperial Severo Villegas y le dice que despierte a Maximiliano, y éste abre los ojos y se para sin dar crédito a lo que dicen, aunque muchos testigos afirman que se despertó tranquilo y se vistió lentamente como si ya esperara la noticia. Calmadamente se puso un pantalón de montar punto de malla y bota fuerte, levita militar azul de solapa suelta, abrochados los primeros botones y espada ceñida al cinto bajo las faldas de la levita. Se tocó. Finalmente, con un sombrero blanco de anchas alas con toquilla delgada de oro, cubriéndose con un paletó del frío de la triste mañana. Es la única vez que en su reinado portó un arma oficial para atacar o defenderse.
El monarca se había acostado a la una de la mañana y una hora y media después despertó por un ataque de cólicos a causa de su disentería agravada por la influenza epidémica que llevaron las lluvias al cuartel. Ratz considera que la aparente calma de Maximiliano no era por estar coludido con Escobedo sino por un estado de estupor producido por la opiata que le suministró Basch contra dichos cólicos, o sea, que andaba dopado por el opio. El pesadito de Jablonsky entra a la celda imperial para suplicar se den prisa, entre tanto, Blasio despierta a Severo del Castillo –al que hay que empujar en su cama porque no oye nada a causa de su sordera- y, Severo el criado, despierta al oficial de órdenes Pradillo y al mercenario de Salm Salm. Éste recibe en su celda ya vestido al médico Basch quien le informa que todo se encuentra ya en poder de los republicanos y le sugiere que mande avisar al capitán del estado mayor austriaco que monten los húsares y estén listos para cualquier eventualidad. Basch es llamado por su jefe, quien está muy calmado y le dice: “No será nada, el enemigo ha de haber penetrado los jardines. Tome usted sus pistolas y sígame”. El médico va en busca de sus armas, que estaban en su silla de montar, y es hecho prisionero después de varios incidentes además de que un oficial republicano llamado José María Pérez le cogió su reloj y el cinturón lleno de oro para la huida. Los criados, Salm, Severo del Castillo y Blasio van por Max a su celda y rodeándolo bajan las escaleras conventuales y se dirigen hacia la portería que ya está custodiada por elementos rojos, cuyo centinela les grita: “atrás”. Allí se encuentra a la incierta luz de un farol el coronel José Rincón Gallardo, vestido con camisa blanca de lienzo y peinando sus largos bigotes rubios, quien al ver al grupo y observar que van a ser hechos prisioneros dice al centinela: “Déjalos pasar, son paisanos”. Este detalle de Rincón Gallardo es un respiro para Maximiliano –porque de querer ahí mismo lo pudieron haber apresado- y tranquilizó la conciencia de López quien en el fondo esperaba que su compadre y jefe se salvase. Ratz termina este episodio diciendo que Rincón Gallardo, como banquero capitalino, se encargaría más tarde de pagar “los honorarios” de Miguel López, mediante letras de cambio giradas por la casa Rubio al banco del coronel, y así Escobedo podrá decir que él mismo nunca pagó un centavo a López. Blasio afirma que quizá Rincón Gallardo quiso salvar al emperador o cuando menos no quiso que recayera sobre él la responsabilidad de haberlo apresado. Maximiliano sigue su camino y comenta a sus allegados “Ven ustedes, cómo es conveniente hacer favores”, refiriéndose a que reconoció al hijo de la señora marquesa de Guadalupe, dama de honor de Carlota. En la plazuela de La Cruz es rodeado de más personas allegadas y la cruzan, todavía sumida en la penumbra, rumbo al centro y en la calle Baja de La Cruz (hoy Carranza) los alcanza Pradillo, que lleva su caballo y otro para Maximiliano, quien al ser invitado a montar se niega afirmando que seguirá a pie porque los otros no tienen caballos. Cerca de la Plaza de Independencia los alcanza Miguel López quien dice a su compadre imperial: “Señor, todo está perdido, el enemigo está en La Cruz y bien pronto ocupará la ciudad; pero tengo un lugar perfectamente seguro para esconder a Vuestra Majestad”. Maximiliano replica con voz alterada por el enojo: “¿Esconderme? ¡Jamás!” Al llegar al palacio departamental ordena el rubio príncipe que todos se concentren en el Cerro de Las Campanas donde seguramente aún se encuentran tropas imperialistas. Bajan por la calle de El Biombo y frente a la casa de Cayetano Rubio López insta a su compadre entrar para esconderse –la casa está llena de sótanos- respondiéndole el archiduque con gesto desdeñoso que un hombre de su estirpe no se esconde. El compadre incómodo vuelve su caballo hacia la prefectura municipal (hoy Palacio de Gobierno) para desarmar a los hombres de Mejía y no acompaña a la comitiva al oriente citadino. López se fue para nunca más volver a comparecer delante de Maximiliano, cuando menos en vida de éste.