SERENDIPIA
Meade: focos rojos
En noviembre pasado publiqué un perfil de José Antonio Meade en la revista Vice y en El Heraldo de México. Meade, a diferencia del resto de los aspirantes del PRI, aceptó que su familia, su equipo más cercano y él mismo conversaran en libertad y sin condicionantes. El ejercicio se prolongó más de tres meses, a partir de finales de agosto.
Al final, después de reunirme con todos ellos en varias ocasiones, percibí en el secretario de Hacienda y su equipo una certeza y un miedo.
La certeza era rotunda: Meade anhelaba ser candidato del PRI más que cualquier otra cosa, un deseo que los hombres y las mujeres que lo rodeaban veían sólidamente fincado en las capacidades y el trabajo de su jefe. “Si no tuviera un plan para ganar y no confiara ciegamente en él, no se lanzaría”, me dijo uno de sus colaboradores días antes del destape.
El miedo estaba perfectamente identificado. Era un temor claro a la posibilidad de que Meade y su gente fueran desplazados de las decisiones más importantes y que el control de la campaña no recayera en manos de ellos, sino de otros grupos y personajes dentro del PRI y del gobierno.
Más de un mes después, Meade es candidato. El deseo se cumplió y solo tuvieron que pasar cuatro semanas para que el miedo se convirtiera en una inquietante realidad.
Hoy el horizonte de un sol de alabastro que veían Meade y su equipo en la ruta para ganar la presidencia, se ha modificado. El miedo dejó de ser uno y se multiplicó. ¿Quién tiene el control de la campaña? ¿Meade? ¿Los Pinos?
Existe una imagen que pasó inadvertida hace unas semanas. Si se mira en el contexto de la historia del partido, guarda un significado poderoso: Meade revisa con el presidente del PRI, Enrique Ochoa Reza, el discurso de su registro como precandidato.
Esta imagen, compartida por el precandidato, mostró que decisiones fundamentales como la narrativa y los discursos no estarían en manos de Meade, y que en todas ellas la campaña estaría enriquecida, acotada o controlada –según se quiera ver– por el PRI dirigido por Enrique Ochoa, que tiene un solo mando: el presidente Peña.
Meade dice que quiere ser como Colosio, cuyo discurso de toma de protesta –“veo un México de injusticias y agravios”– es considerado una rebelión ante Salinas, quien lo prohijó y lo hizo candidato. A Meade lo eligió Peña, pero a diferencia del sonorense, Meade parece haber cedido espacios esenciales de la campaña a quien lo catapultó a la candidatura.
El contenido de los discursos ha causado preocupación en su primer círculo, que ve una imposición en la narrativa, además de las pifias cometidas por Meade, como la invitación a los candidatos a someterse a exámenes de salud física y mental. A esta inquietud se añaden diferencias y desencuentros que parecían imposibles en el equipo del precandidato