ESTRICTAMENTE PERSONAL
La nueva guerra comercial declarada por Estados Unidos contra México es todo menos comercial. Coyunturalmente está la motivación electoral, que entiende bien el presidente Andrés Manuel López Obrador y su gobierno, por lo que busca una solución política-diplomática que negocie el miércoles el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, con el secretario de Estado, Mike Pompeo, quien tiene encima las presiones del sector empresarial estadounidense y los republicanos en el Capitolio, que ven contraproducente nuevos aranceles para consumidores y electores en ese país. Pero aún si eso sucediera, será insuficiente y efímero, porque la estrategia es equivocada y no ataja el problema de fondo.
El presidente Donald Trump lo ha dejado muy claro con gritos, ataques, mentiras, amenazas y actos despóticos en una serie de tweets que escribió viernes, sábado, domingo y lunes, donde volvió a hablar de que México está gobernado por los jefes de los cárteles de las drogas y los coyotes, que “invaden” a Estados Unidos con sus productos y con inmigrantes y criminales. El elefante en la sala es la seguridad, señalado por Trump desde hace al menos dos años, y centrado por su primer secretario de Seguridad Territorial y luego jefe de Gabinete de la Casa Blanca, John Kelly, quien hablaba de la seguridad integral regional entre Estados Unidos, México y Centroamérica. Trump se siente agraviado porque ve retrocesos.
Esto no lo ha asimilado por López Obrador, ni se ha percatado de los errores políticos en los que ha incurrido. Uno fundamental es el repudio a la Iniciativa Mérida. El presidente dijo a principios de mayo que no continuaría con ella y que cambiaría la ayuda policial y militar por cooperación económica. Por ignorancia, desconocimiento o tozudez, ignoró el origen de la iniciativa y la forma como se inyectaron recursos para construir Plataforma México, una potente base de inteligencia criminal –desmantelada por el gobierno de Enrique Peña Nieto-, los equipos tácticos para enfrentar al crimen organizado, la capacitación de policías, creación de unidades para compartir inteligencia de calidad, y mejoras en el sistema de procuración de justicia.
Nadie en el equipo del presidente, parece, ha sido capaz de analizar lo que el repudio de la Iniciativa Mérida significa, y persuadirlo que lo que quiere con ella no sólo es un rasgo que va más allá de la ingenuidad, sino revela su incomprensión a las prioridades de Estados Unidos. No son las mismas que las mexicanas, pero entendiéndolas podría reformular de manera más inteligente las prioridades de su gobierno. Por ejemplo, la insistencia ingenua que Estados Unidos aporte recursos directos para atacar las causas de la violencia en Centroamérica.
El desarrollo centroamericano es secundario para Washington, como acaba de demostrar al apoyar a Guatemala únicamente en materia de seguridad. La política exterior no se sustenta en la buena fe, como cree López Obrador, ni es ética, ni se inspira en la religiosidad. Escribir un memorando al pueblo estadounidense para pedirles que cuiden la “buena y sagrada” relación con México es fútil. En cambio, anunciar que no combatirá al crimen organizado, ni perseguirá a los jefes de los cárteles, o darles amnistía a los narcotraficantes, porque son víctimas del neoliberalismo, son ofertas que han alarmado a Washington, de donde están viajando regularmente funcionarios, militares y miembros de las agencias de inteligencia a México, para medir la profundidad de esa oferta pro-criminal de López Obrador. Un eje del discurso de Trump tiene origen en estas temerarias declaraciones del presidente mexicano.
López Obrador piensa que el problema del narcotráfico es el consumo –cierto-, y que al estar en Estados Unidos el mayor mercado de consumidores, el problema es de Trump, no de él. Sin embargo, las cosas no funcionan tan básicamente. Si Norteamérica tiene las economías más integradas del mundo, el problema de uno también es del vecino. Por lo tanto, México no puede abstraerse del fenómeno del narcotráfico y las externalidades que produce, como lo está haciendo López Obrador.
Lo que necesita es que Estados Unidos se haga corresponsable en estos temas, que cancela cuando repudia la Iniciativa Mérida, donde vuelve el problema sólo mexicano, como exhiben los tweets de Trump; si no existe ese mecanismo, tampoco hay una contraparte permanentemente sentada en la mesa, como había sido por años. Se ha perdido la paridad, como muestran los desaires del secretario de Estado, Mike Pompeo, al secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, o la lejanía del yerno y responsable de la política con México en la Casa Blanca, Jared Kushner.
No ayuda el las deficiencias del diseño institucional del actual gobierno. El subsecretario para América del Norte en Relaciones Exteriores, Jesús Seade, sólo atiende el tema del acuerdo comercial. No ve seguridad, ni migración, ni otro de las decenas de temas que involucran la relación con Estados Unidos y Canadá. Más aún, no tiene contrapartes dentro del gobierno mexicano, como anteriores subsecretarios tenían con otras áreas de la administración. En síntesis, nadie atiende los temas a nivel técnico y operativo.
López Obrador requiere de mayor sofisticación para entender a Trump y a Estados Unidos. A su favor es que no tiene que ser él quien comprenda el discurso y las acciones en Washington, siempre y cuando haya en su equipo quien lea bien los tweets, entienda sus significados, haga sinapsis y traduzca correctamente las cosas al presidente. Por lo que se ve hasta ahora, no existe tal traductor, o quien lo pueda hacer, no está en el entorno del presidente. Así no va a solucionar las cosas con Trump y mucho menos persuadirlo. Predicarle al presidente de Estados Unidos, como hoy lo hace López Obrador, es tan equivocado como pensar que puede caminar sobre el mar.
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