DEL ZÓCALO A LOS PINOS
Altar de muertos: nuestro ayer, nuestro hoy, nuestro mañana.
El Altar de Muertos es es un ritual que representa el sincretismo de las culturas prehispánica y colonial; una mezcla de simbolismos que en suma tienen por objeto honrar a quienes se nos han adelantado en tránsito terrenal y disfrutan de la eternidad, sea cual fuere la concepción que de ella –de la eternidad- cada uno de nosotros tenga. A partir de hoy, en los hogares, centros culturales, jardines, edificios, plazas públicas, panteones, iglesias y en cualquier lugar de nuestra geografía nacional, comenzarán a colocarse las estructuras donde depositaremos nuestras ofrendas en recuerdo y honor de con quienes más temprano que tarde nos reuniremos; Altares que forman parte del reconocimiento concedido por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad al Día de Muertos.
Una vez instalado el andamiaje, cada elemento que se coloca tiene un simbolismo especial. Los hay genéricos y particulares, muy individuales, aquellos que colocamos para honrar a un ser querido, al que evocamos con permanencia; veamos: EL ARCO, representa la entrada al mundo de los muertos o el paso de ellos que vienen a convivir, se construye de flores y frutas generalmente. NATURALEZA Y ETERNIDAD se manifiesta en el papel picado emulando al viento, un vaso de agua para calmar la sed del espíritu, velas y cirios simbolizando que la vida es eterna, es el fuego del alma, semillas y frutos como homenaje de la tierra. OLORES fundamentales desde las culturas prehispánicas, en particular el copal y las flores de cempasúchil, en algunas regiones también se mezclan laurel, tomillo y romero.
VIANDAS, por supuesto las que prefería el difunto o los difuntos a quienes honremos, tomando en cuenta que solo una vez al año los pueden disfrutar; tradicional es el mole negro, que está validado, tiene en vida un consenso casi absoluto, que también se puede ofrecer en tamales; chocolate, amaranto y el pan de muerto evocan la dulzura de la vida; no pueden faltan las bebidas de la “preferencia”, en general se colocan, mezcal, cerveza, tequila o pulque –en mi caso he pedido agregar en su momento Carlos I y Jack Daniel’s-. EVOCACIÓN RELIGIOSA representada por cruces, figuras del Santo o la Virgen a quien el visitante encomendaba su suerte en vida. Y finalmente la IDENTIDAD del visitante, los objetos que apreciaba en vida terrenal, un reloj, pulsera, corbata, fistol, aretes y por supuesto la mejor foto, la que más apreciaba, ya fuera en forma personal o por un evento paradigmático.
Y así llega el día de levantar el Altar de Muertos, de ese momento del que siempre llevamos en nuestro imaginario, Ivette Suarez Reyna, talentosa y bella compañera de los medios me compartió su vivencia que bien puede ser la nuestra, la de ustedes, la de siempre, la de una etapa que por razón natural ya no volveremos a vivir igual, la infancia: “Recordar mi maravillosa y añorada infancia, es la única manera de conquistar el tiempo; característica de esta temporada son los fuertes ventarrones que parecen entonar con nostalgia la melodía de las Fiestas de Muertos. Con la llegada de octubre, los vientos aumentaban en intensidad en la región de Tehuantepec; a mí el ulular me impresionaba y en ocasiones me asustaba, mi mamá Cecilia, como cariñosamente llamaba a mi abuela, me decía: mira mi alma son los primeros vientos de todo santos, eso indica que ya debemos prepararnos para la celebración de nuestros fieles difuntos. Para las niñas y los niños era motivo de algarabía, ansiosos queríamos que pronto pasara el tiempo y ya fuera 31 de octubre”.
“Ese día mi mamá Cecilia desde muy temprano nos informaba que hoy era el día de colocar el altar y las ofrendas, ¡por fin! El momento tan ansiado había llegado, corriendo íbamos a la casa de mi abuela echando competencias a ver quién llegaba primero; Juana nos abría la puerta y casi la embestíamos, presurosos llegábamos a un corredor muy amplio, en el fondo estaba colocada una mesa, considerada muy especial, que mi abuela había mandado a hacer con finas maderas y grandes dimensiones, ya que acostumbrara colocar muchos santos de madera, especiales para la ocasión; algunos como la Sagrada Familia se guardaban en nichos de cedro, cuyo aroma, agradable y lúdico le daba un sentido especial al espacio. Mi mamá Cecilia primeramente daba las gracias a Dios y después pedía permiso –al Señor que ésta en los cielos- para empezar a colocar de una manera casi ritual, cada ofrenda que había seleccionado para el altar, no se escatimaban recursos, todo tenía que ser de la mejor calidad es para ellos y debemos de recibirlos con lo mejor, solo vienen una vez al año a visitarnos”, nos decía con ceremonial voz.
“Qué gran momento para toda la familia que se reunía para la ocasión, todos colocando amorosamente el altar, buscando la mejor manera de que luciera armoniosos. En ocasiones, a mi abuela le rodaban lágrimas en sus mejillas y nosotros nos quedábamos callados. Este proceso se llevaba varias horas y casi siempre quedaba listo el altar ya entrada la noche. Cansados pero satisfechos, nos sentábamos en unas butacas a contemplar la obra, que considerábamos nuestra e intercambiando miradas nos decíamos ¡quedó hermoso, a ellos les va a gustar mucho, cada año es más grande, van a tener mucha comida! Y muchos dulces terciaba alguien por ahí. Luego llegaba uno de los momentos favoritos, el de contarnos historias, aquellas que al correr del tiempo nos dan vida, nos reconstruyen, marcan nuestra identidad y sentido de pertenencia. Mi abuela platicaba que de chamaca, en esta época su mamá Julia le relató que a los niños no había que pegarles en la mano, porque se decía que había una mamá que siempre le pegaba a su hijita en las manos; un día la niña murió y la enterraron en el panteón de Santa María, al siguiente día el panteonero se llevó tremendo susto al ver que de la tumba de la niña asomaban unas manos; al ser avisada la madre, llorando inconsolable, volvió al panteón a pedirle perdón a su hija para que pudiera descansar en paz”.
“Por su parte, el abuelo Jacinto narraba otra leyenda, la del hijo incrédulo que no creía que los muertos vinieran de visita estos días; queriendo burlarse colocó ocotes en vez de ofrendas en el altar. La noche del 2, se fue al campo, se subió en un cocotero, a esperar ver pasar a los muertos; gran sorpresa se llevó cuando en la madrugada, mezclados con el ulular del viento, escuchó alegres cánticos y el peregrinar de las almas, que felices cargaban sus ofrendas recibidas; de pronto descubrió a sus padres, quienes abrazados y sollozando sólo llevaban ocotes encendidos. La historia nos estremecía y hacía llorar y nos decíamos, nosotros nunca obraremos así. Con los años entendí la sabiduría de mis abuelos y su forma de enseñarnos a nunca olvidarnos de ellos”. Por ello, en donde me encuentre, siempre coloco mi altar, en recuerdo de los que ya no están terrenalmente, pero viven intensamente en nuestros corazones”.
Ya para concluir, Ivette cuenta el final feliz “y también con los años aprendí…que el que madruga…matanga dijo la changa se lleva todos los dulces. Al amanecer del 3 todos los participantes, infantes de la familia y amigos, presurosos llegaron al altar al reparto de los dulces, frutas, panes, galletas; pero ¡oh sorpresa! el altar estaba vacío; se vieron unos a los otros con incredulidad y de pronto descubrieron que faltaba una niña… ¡Ivetteeee! gritaron todos; Ivette, se había despertado en la madrugada, sigilosamente tomo una canasta y pensó…el que llega primero se lo lleva todo”. Suele suceder.
Son los altares de muertos; tradición, sincretismo, recuerdos, historias de vida, en suma son parte de nuestro ayer, nuestro hoy, nuestro mañana. El Altar de Muertos, como evocación de la presencia del ser amado que se perdió en el silencio, valida aquella consigna de Mario Benedetti “Después de todo la muerte es un símbolo de que hubo vida”.
¿Alguien puede asegurar que esto ya está decidido?