El Cristalazo
OTRO SAINETE DE LOS EXQUISITOS
Si usted está preocupado por los recientes acontecimientos en Corea del Norte, si le quitan el sueño las bravatas de Donald Trump y de Kim Jong-un, o siente calenturas y temblor de piernas cuando analiza el futuro inseguro del Tratado de Libre Comercio, si lo agobia el destino de los “dreamers” o le escuece saber si Karime Macías se merece o no la vida de privilegios escrita y reescrita en sus mantras de abundancia, deje de perder el tiempo con futesas y piense en cosas verdaderamente importantes, como por ejemplo (sin albur, diría Gilga), “el anillo de Barragán” y su exhibición en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo, la más “snob” de las instalaciones de nuestra (dígalo, dígalo sin miedo) “máxima casa de estudios”.
Como todos sabemos una señora hábil en el mundo de los vivales del arte contemporáneo, llamada Jill Magid, sustrajo, con habilidad y legaliad, medio kilo de las cenizas del arquitecto Luis Barragán y en un destello de inspiración entre el homenaje y la codicia, las mandó comprimir con alta tecnología y convirtió Las pavesas del artista jaliciense en fulgente piedra diamantina (vaya frase), engarzada en una sortija como de compromiso matrimonial.
Como todos sabemos el arte contemporáneo, lleno de chunches y cachivaches, en el cual todo museo acaba en ecléctico bazar, es un ámbito comercial y mercantil en el cual la verborrea convierte cualquier cosa es un objeto de arte.
Como dice el pintor Sergio Hernández, si pongo un vaso con agua en una mesa dentro de una galería y le fijo precio, es arte; pero si saco el vaso a la calle, ya no es nada.
En México hay varios genios de esta forma de explotar la presuntuosa condición de los riquillos quienes compran cualquier cosa si un “curador” se las explica en forma tal como para apantallarlos para adquirir obras carísimas ya sea en instalaciones o cualquier otra forma de convertir un objeto cualquiera (mientras más vulgar, mejor) en un precio distintivo y un ornamento clasista. Tan inútil como cualquier otra forma de arte.
Todos se sienten hijos de Duchamp, el primer gran aprovechado de la pendejez ajena, cuyo genio fue colocarle un título a un urinario y poner su “fuente” en una exposición en Nueva York en el lejano año 1917. Luego hizo algo similar con la célebre rueda de una bicicleta incrustada en un banco de cuatro patas. Pero algunos son más seguidores de Piero Manzonni, de quien otro día diremos algo.
Pues bien, ahora hay una rebelión, una más en la incesante cadena de “escandalitos de los exquisitos”; o sea, los cultos, los muy cultos, los incultos en la burocracia, los aprovechados y los neo conductores de la vanguardia artística nacional.
El pretexto ya no es un dicho fuera de lo políticamente correcto (¿te acuerdas, Nicolás?), ahora es la audacia de exhibir en el MUAC, la sortija de Magid o como ya se dijo (sin albur), el anillo de Barragán.
Esta muestra –programada para el próximo jueves 27, le ha generado la primera gran tormenta a Jorge Volpi, Director de Difusión Cultural de la UNAM, porque familiares de Barragán y otros quejosos, entre ellos (publica Reforma) Miguel Adriá y algunos de cuyo nombre no quiero acordarme (como decía el Tío Miguel), se han tirado de la cabellera y se han rasgado el peplo porque cómo es posible, válgame Dios si ese diamante falso fue hecho a partir de la profanación de las urna y las cenizas del arquitecto, cuya parentela insiste en seguir explotando hasta más allá de la muerte, como hacen los descendientes de los famosos cuyo banquete siempre se sirve sobre la lápida de sus padres, abuelos o tíos.
La parasitosis de los herederos.
Y a ellos se suman quienes no tiene sino un campo de pugna entre grupos de aprovechamiento. Si la mafia de los Kurimanzutto o la zona de Arte Contemporáneo de Minguer hubieran promovido esta muestra de Jill Magid y Federica Zanco, dueña de los archivos Barragán, no estarían tan indignados. Es un pleito de exquisitos en pendencia por las utilidades del esnobismo nacional bajo la sombrilla de la UNAM.
Cuauhtémoc Medina, curador en jefe del MUAC, quien ya ha informado, como Volpi de la aprobación colegiada de la exhibición en el museo, ha respondido bien, pero mal.
–¿Cómo?
–“No somos un museo para complacer, somos un museo para pensar”. Y con esa declaración tan bonita ya se ha echado al seno varios alacranes y “alacranas”.
Lo más difícil de una política cultural no es crear, promover o divulgar la cultura, es darle gusto a los exquisitos quienes siempre quieren desde la esquina de sus grupos mafiosos, tener la razón… y el dinero.
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