EL CRISTALAZO
Elogio de la salud y la bondad
Cuando los “bienportados” lograron una de sus más significativas victorias políticas con la obligatoriedad de la triple declaración llamada “3de3”, (las otras fueron el linchamiento contra Elba Esther Gordillo y el ataque contra la metamorfosis del Procurador General de la República, en Fiscal General), esta columna propuso la necesidad de una declaración “10 de 10”, en la cual se incluyeran otro tipo de datos.
Aquella columna incluía no sólo aspectos fiscales, patrimoniales y de posibles intereses en conflicto con el cargo por desempeñar, una manifestación fidedigna de buena conducta en todos los demás campos de la vida (incluyendo la inexistencia de “casa chica” y ningún asomo de acoso sexual en contra de muchachas o efebos de pestañas enchinadas), además de un certificado de salud cuyo resultado no dejara lugar para sospechar del SIDA, alguna de las llamadas enfermedades “secretas” o simplemente un mal crónico, persistente, incurable, como el alcoholismo o alguna otra drogadicción, excepto la del poder… claro.
El poder, la peor de todas las drogas.
Santos como Francisco de Asís y sanos y fuertes como un roble. Así deben ser los políticos mexicanos, en especial los aspirantes a la Presidencia de la República.
Si aquel texto llevaba un pequeño contenido de ironía, la realidad ahora lo ha hecho visible. La burla de una columna se ha convertido en una propuesta de campaña: exámenes físicos, toxicológicos y, si se puede, hasta exámenes de conciencia.
Si uno revisa la historia se dará cuenta cómo hemos vivido todos, a lo largo del tiempo, en manos de personas anormales, desquiciadas, extraordinarias; es decir, fuera de lo ordinario, lo gris, lo plano, lo común, lo básico. El genio –y el líder–, se colocan tan fuera de la norma, como el imbécil. Si hay más de los segundos y menos de los primeros, se debe a la fortuita decisión del acaso.
Pero hoy, en la hora de las ocurrencias en busca del arrastre electoral (o el intento de persuasión), hemos solicitado la prueba antidopaje como si se tratara de los Juegos Olímpicos y hay mucho de conveniente en todo eso.
En verdad los libros y la historia misma serían de otra manera si nos hubiéramos atenido a la salud física y al equilibrio o la quietud mental de los líderes del mundo. Nos habríamos privado de momentos gloriosos, claro, pero Julio César, por ejemplo, podría haber sido declarado incompetente para la divina majestad, solamente por su epilepsia.
A Winston Churchill, un farsante de diván y consultorio lleno de diplomas, lo habría descalificado por su tendencia depresiva, a la cual con cierto humor él mismo llamaba su “perro negro”. Cuando ese can terco y fuerte lo visitaba, Sir Winston se metía en una tina de agua caliente, se empujaba una botella de wiski y dejaba rodar la tarde… o la noche.
No se trata de impedirle a alguien su desempeño en el cargo solamente porque vive a base de Prozac para combatir la angustia, ni llevar a cualquier mortal a la estatura de Pepe Botellas a quien ni el parentesco napoléonico alejaba de la bebida, como ha sucedido con tantos devotos del dios Baco y otros parientes suyos, los diosecillos de la anfetamina, el opiáceo o la mariguana, como sucedía con Victoriano Huerta y otros más.
Pero así como hay trastornos mentales evidentes, otros se ocultan agazapados en el ropaje de lo cotidiano. En lugar de llamarle ambicioso a un señor, le decimos trabajador infatigable. Todo aquel cuya infancia transcurrió entre la escasez de afecto y el hostigamiento de los demás niños, se convierte en las biografías oficiales en un señor capaz de superar todos sus defectos.
Los narcisos son hombres o mujeres seguros de sí mismos. Los delirantes mesiánicos son hombres de entregada convicción insobornable, y así sucesivamente, cada defecto de carácter, cada pasaporte a la loquera, se presenta en las biografías oficiales como un conjunto de virtudes, cualidades y conductas ejemplares.
Pascal de Sutter, un sexólogo belga vivo aun (sin albur, es simple gentilicio), escribió hace años un librito simpático llamado “Esos locos que nos gobiernan” (“Ces fous qui nous gouvernent”, Les Arènes, 2007).
Pero la salud de los hombres del poder no debería ser cosa nada más de los días de campaña. Nos ha preocupado toda la vida.
Por ejemplo, Diego Rivera, cuya demagogia indigenista era tan enorme como su talento, nos entregó el peor retrato de Hernán Cortés, un encorvado y chueco hombrecillo cascorvo y paticojo con el rostro lívido del sifilítico.
Pues si un tullido sifilítico conquistó casi la mitad del mundo, cómo estarían los conquistados.
Y así hemos padecido casas reales con endogámicos hemofílicos y prognatos idiotas; presidentes con ludopatía gallera (como Santa Anna); genios del poder con crónico dolor de muelas (Díaz) o de cabeza, (Morelos), bebedores malhumorados como Calderón y ladrones patológicos impresentables; hemos tenido enfermos de satiriasis (López Portillo) y algunos con graves condiciones neurológicas (López Mateos) y otros con mitomanía de presidencia legítima (López Obrador).
Pero si bien no todos están enfermos del cuerpo, la verdad es muy sencilla: todos están enfermos. El poder, a fin de cuentas, enferma el alma.