
El 22 de septiembre del 2018 se cumplen 30 años de la inauguración del Museo de Arte de Querétaro. Llegar a ese día fue la culminación de una larga cadena en la que la unión de cada eslabón fue como el logro de pequeñas iniciativas y grandes proezas. Creo no exagerar: tuvo que haber convicciones y deseos de concretar un anhelo que parecía imposible.
El proyecto puede servir de ejemplo de cómo las voluntades se pueden imponer sobre las adversidades y las resistencias, de cómo la falta de recursos no impide la materialización de los sueños.
Esta es una crónica de aquellos días. Los anteriores a la mañana en la que el presidente de la República fue testigo del digno destino que se le dio a uno de los patios más hermosos e interesantes del mundo.
Este es el relato sobre las batallas que se tuvieron que librar para llegar a ese momento. Pero antes, revisemos los antecedentes del que se considera el claustro más bello de América.
La historia del edificio se remonta al siglo XVIII, cuando la Orden Agustina inició su construcción para albergar la Casa de Estudios de Arte y Filosofía. En ella participaron notables arquitectos y artesanos, quienes fieles a un estilo barroco y al pensamiento de San Agustín pudieron levantar un edificio magnífico, una obra grandiosa de la que se expresa así el bachiller Zelaá e Hidalgo: “…es este convento e iglesia uno de los mejores que ilustran esta ciudad, pues es todo de mampostería, curiosamente labrada…”.
Los estudios sobre el soberbio patio han sido numerosos. No solo por cuanto a la epopeya de su construcción, sino por las interpretaciones iconográficas de las figuras de cantería labrada en arcos y columnas. Una breve monografía es el libro “Un edificio que canta” de los investigadores Elisa Vargas Lugo y José Guadalupe Victoria que describe la historia y los contenidos estéticos de un convento único en América latina.
Ante las condiciones políticas y las transformaciones legales de la época liberal y bajo el gobierno del presidente Benito Juárez, los frailes debieron abandonar el edificio que fue ocupado como cuartel general. Años más tarde, en 1884 un decreto de Porfirio Díaz lo destinó como Palacio Federal y Oficina del Timbre Postal. En el transcurso del siglo XX diversas dependencias federales ocuparon sus espacios y con ello se inició su paulatino deterioro debido a las sobrecargas de los archivos burocráticos que pesaron sobre su estructura.
Luego de la salida de la última oficina (que fue la de Correos), durante una reunión entre autoridades federales y estatales en febrero de 1987, el gobierno de Mariano Palacios Alcocer solicitó al Presidente Miguel De la Madrid la cesión del edificio para restaurarlo y convertirlo en un espacio cultural.
El argumento esgrimido sobre la necesaria descentralización, uno de los pilares de la administración encabezada por De la Madrid, no dejó margen al titubeo. Tampoco el presidente era un egoísta concentrador de las propiedades del Estado ni menos un insensible.
Concedida la petición, el ejecutivo estatal asignó la responsabilidad a la Secretaría de Cultura y Bienestar Social y un equipo de trabajo puso manos a la obra. El reto era mayúsculo: el diagnóstico señalaba como estado ruinoso el conjunto del inmueble y si se pensaba en un museo no se disponía de una sola obra pictórica para ocuparlo.
La intervención sobre el edificio conjuntó esfuerzos y recursos federales y estatales. Durante un año y medio se liberaron anexos y se consolidó la estructura, se hicieron trabajos de albañilería, pintura y acabados. Se dejaron ‘testigos’ de las distintas etapas constructivas y se le dieron a los muros acabados con colores y cenefas adecuadas al inmueble.
Al mismo tiempo que se hacía la obra material se inició la planeación de los contenidos. La decisión de habilitar los espacios como Museo de Arte implicaba una empresa nada sencilla. Sabíamos que las gestiones y negociaciones para obtener colecciones en préstamo tendrían sus dificultades.
No deseo detenerme en las férreas oposiciones para que una parte de la museografía estuviera resuelta con obra de arte virreinal, en gran medida rescatada por Don Germán Patiño, exhibida en el Museo Regional. Son abundantes las anécdotas sobre esos acuerdos, pero finalmente se contó con la comprensión y el apoyo de quien fuera Director General del INAH, el historiador Enrique Flores Cano.
El discurso museográfico se complementaría con el préstamo en comodato de una importante colección de arte mexicano contemporáneo que fue facilitada por el INBA, una sala con parte de la obra del gran grabador queretano Abelardo Ávila y una sala dedicada a la exposición de arte popular mexicano. Ese era el concepto original y al paso de este cuarto de siglo algo ha variado el contenido de los espacios.
El diseño de la museografía se le confirió a Rodolfo Rivera, especialista con amplia experiencia en la materia y el discurso museográfico a Rogelio Ruiz Gomar quien ya había hecho una investigación sobre la pinacoteca del Mueso Regional. Para cerrar la ‘ruta crítica’ se programó una fase de capacitación de personal y la instalación de alarmas y circuitos cerrados de televisión.
La mañana del 22 de septiembre la colección permanente ya lucía con sus cédulas y debidamente iluminada. Ahí estaban las obras de los grandes pintores manieristas y barrocos de la época novohispana: la serie de apóstoles de Cristóbal de Villalpando, pinturas de Miguel Cabrera y Juan Correa, entre otros. En la parte baja se exhibían obras del neoclásico y del siglo XIX.
Como ya nos lo había anticipado el experimentado museógrafo, por una puerta saldrían los detallistas (carpinteros, rotuladores, operarios, etc.) y por la otra entraría el presidente de la República, el gobernador y los invitados especiales. El patio se veía majestuoso y entre las personalidades en primera fila el Dr. Florescano hacía un gesto de aprobación.
El director del INAH había querido entrar antes de la inauguración para ver el estado en que había quedado la colección de arte virreinal otorgada en comodato. Hizo una mueca de desagrado cuando se percató que en las cédulas particulares no aparecía el crédito del Instituto. Su cara cambió cuando leyó en la placa de presentación el reconocimiento a él y a la institución. Y entre reclamo y exclamación dijo: “¡Ay licenciado, se salió usted con la suya! No me quejo más porque quedó hermoso el Museo”.
Estaba calculado el recorrido del presidente De la Madrid e invitados sólo por la parte alta, pero el presidente hizo una indicación a su jefe del Estado Mayor y se continuó la visita a todas las salas.
Empezaba a escribirse la historia de un edificio restaurado y puesto a disposición de los queretanos y del patrimonio cultural de México y el mundo. Actualmente, el Museo de Arte de Querétaro se ha consolidado y para ello la contribución de la Asociación de Amigos ha sido fundamental.
Finalmente, quiero mencionar que además de los nombres que ya he citado, es justo y obligado reconocer las aportaciones de Manuel Herrera Castañeda, quien defendió (con sorprendente valor y gallardía) y enriqueció el patrimonio artístico de los queretanos; de Margarita Magdaleno Rojas, quien intervino en el cuidado de la consolidación estructural del inmueble y fue su primera directora y de quienes han presidido la Asociación de Amigos: Roberto Ruiz Rubio, Gerardo Vega González y Manuel Suárez Muñoz.
Durante estos años de actividad se han realizado cientos de exposiciones temporales con muestras de diversas corrientes plásticas y se ha reunido una importante colección de donadores que llega casi a medio millar de obras.
Los gobiernos posteriores a la etapa de su fundación han sido sensibles y han colaborado significativamente en la preservación de este espacio que a todos nos enorgullece. Proyectos como éste, que son perdurables porque la sociedad y las autoridades se han comprometido a fortalecerlos, nos hacen abrigar esperanzas de que la Nación y su cultura son más sólidas que las coyunturas y las circunstancias difíciles que vivimos hoy en día
POR: JUAN ANTONIO ISLA ESTRADA