LA APUESTA DE ECALA
Un cuento de navidad (I)
La ciudad de Querétaro -en las navidades de 1765- se daba por enterada de características propias de una pequeña población altamente españolizada, en pobre podemos hablar de una diversidad y aceptación de diferentes pensamientos y culturas, ¡es más! desear que pasara la sana convivencia entre indios, españoles y negros, sería caso de denominarle ¡imposible!
Los callejones que serpentean la ciudad española están vacíos de indígenas y negros! lo tienen prohibido.
Las casas señoriales de los españoles ibéricos – los más en la ciudad- están llenos de servidumbre de estas castas.
La ciudad de Querétaro es un bando de niveles de color de piel bien definido: ¡los indios no entran a los templos de la ciudad española! y los negros son considerados ¡menos que los indígenas!
La separación de pensamientos, culturas y costumbres, han hecho de la ciudad una de las más prósperas -¡con el abuso incesante de la esclavitud!- las horas de trabajo de la servidumbre y las costumbres palaciegas – igual que los gustos- del pensamiento europeo en estas tierras, han dejado claro quien domina:
¡la casta española!
La ciudad está bajo un velo de fina lluvia, brillantes callejuelas que dan curva en intrincados pasadizos al caminante hacen que el viento se rompa y genere chiflones que hielan la piel, las entradas a las grandes casonas señoriales, tan custodiadas por capataces – casi guardianes- permiten la seguridad del acceso.
Centrémonos en una sola casona, la de Don Pedro Romero de Terrenos, un sobrino de Don Juan Vázquez de Terreros, españoles ibéricos que hicieron una fortuna inmensa -¿con qué negocios? las minas, la ganadería, el latifundio, el comercio de pieles y la exportación de finas telas- el manejo de la plata le permitió enviar a España – en específico la Iglesia del Castillo -España- donde colocó adornos con más de 140 kilos de fina plata pura- para el deleite de las clases episcopales peninsulares.
¡la fortuna de este joven que llegó a los 18 años a Querétaro era tal que fue considerado el hombre más rico del mundo! – ¡el conocido por supuesto!
Haciendo de esta ciudad españolizada, el lugar sublime de sus encantos.
Después de lograr esta posición, se dedicó a financiar enormes cantidades de dinero hacia inversionistas en la ciudad, logrando con ello la construcción de mayores casas palaciegas y centros de producción en haciendas agrícolas.
Siendo aún muy joven y recién llegado a la ciudad, conoce a una hermosa mujer de facciones morenas y hermosos ojos de color aceituna, María Antonia de Trebuesto y Dávalos, descendiente directa de Moctezuma – que en esos años era considerada una noble- y quedó pasmado de su hermosura.
Los dos decidieron de mil maneras allegarse uno con la otra, sin impedimento alguno, desearon unirse en sagrado matrimonio… ¡y así fue!
Impregnado del profundo amor por María Antonieta, decide Don Pedro Romero construir un palacio que le diera semblante a su esposa, que dignificara a su estirpe y que de manera tal, reconstruyera a la heredera de la casta del último emperador de semblante bravío y nativa, que tendría como signo principal:
¡ser la casa de la única mestiza que podía pisar la ciudad española de Querétaro!
Así, con el filo de ser la casona de mayor tamaño y servicio, se construye el palacio – que al saber el Rey Carlos III de que se había desposado con una heredera de Moctezuma, le otorgó el cargo de Conde de la Regla- pues bajo el auspicio de su majestad, decide don Pedro denominar el palacio:
¡Casona del Conde de la Regla!
Cinco suntuosos patios, así como amplios espacios de descarga, hicieron de la casa el deleite de María Antonieta, siendo que en poco tiempo -menos del normal- naciera el heredero José María, un regordete y mestizo moreno de ojos claros como el de una mañana, que fue la bendición mayor de este joven matrimonio.
La casona ubicada en la calle del Biombo – por tan particular forma- le daba salida a un conjunto habitacional de magnitudes consideradas para aquel momento, como única y nada extravagante – más bien funcional- y que de pico chocaba con la Capilla del Señor de la Ermita – que daba a espaldas del suntuoso conjunto conventual de Nuestro Seráfico Señor San José-
Es navidad de 1760, la ciudad de Querétaro brilla bajo un velo helado de frío, las linternillas de la calle del Biombo fulguran en el tintineo de su choque con el aire, y rebosan de movimientos alegres, debido a que, en cada farola, Doña María Antonieta había colocado papeles transparentes de colores – traídos a la casa por comerciantes chinos de la ruta en Acapulco- y que al niño regordete José María, le permitían soñar y divertirse.
Siendo el único niño de toda la calle ¡sorprendía lo alegre y vivaz que era! obediente y atento a todas las indicaciones, gozaba de dirigirse por el amplio palacio para descubrir en una cuenta, como bajaban de las carretas las viandas, los vinos, las especias y en ocasiones – horrorizado- como bajaban cadáveres de animales… ¡sí! ¡cadáveres!
¡el hacia por tocarlos! – de manera cuidadosa- pero no faltaba alguno de los ayudantes de las cocinas que le jugaba una mala broma, y le hacia ruidos del animal muerto… ¡en una ocasión un chancho le rugió!… ¡en otra un pavo le hizo ruidos extraños!… en ambas ¡salió despavorido hacia su recámara!
La temporada de diciembre marcaba para la vida del niño José María, un momento especial, lleno de ilusiones.
¡primero colocar el belén! ¡después adornar con muchas ramas de pinos todos los patios! ¡razón que nunca supo como aparecían aquellas cosas! él despertaba de una noche a otra ¡y todo aparecía como por arte de magia!
En cada mesa de los comedores – la casona contaba con tres- había fruta fresca, nueces, dulces, cacahuates para pelar, algunos mazapanes ¡manjares de verdadera delicia!
¡pero lo que más le encantaba a José María eran las manzanas caramelizadas pintadas de color rojo!
¡bailaba y cantaba villancicos en cada ocasión que le daban una! ¡de forma audaz su Madre María Antonieta le entregaba esas manzanas una vez haya realizado los deberes de la institutriz!
¡era la condición!
Así José María se sentó en la amplia escalera del palacio para degustar el manjar de aquella tarde – fría y helando- y recordar sus canciones que le enseñó la institutriz, voltear hacia el techo de la cúpula que coronaba esta escalera de doble camino…
…¡cuando escuchó un ruido!… ¡volteó y solo vio que alguien corría de un conjunto de cajas a otro!… ¡una pequeña figura casi encorvada que trataba como de escapar de alguien!
-… ¡sapos y dragones!- dijo el niño.
…¡le dio miedo! … de ese que te hace temblar la barbilla y te pone nervioso… ¡de ese que te dan ganas de hacer de las aguas!… ¡de ese que volteas y empiezas a ver como el monstruo se convierte en un animal cabezón y con manos largas…!
¡de ese que en las noches le hacía mojar su cama!…
¡así que fue valiente José María y corrió hacia el otro lado!… ¡hacia donde no encontrara a la silueta que observó!
…¡en ello andaba hacia lograr escapar de prisa cuando chocó con la que servía el chocolate en las noches!
¡se dio un narizazo con el cuerpo de ella!…
La zona de mayor pobreza en el Querétaro de 1760 – ya no en la ciudad española- son las calles aledañas al acueducto, zonas en donde los de descendencia africana o isleña, así como algunos indios, habían construido pequeños clanes de vivencia – más de supervivencia- para lograr sobrellevar la carencia.
La vida de castas les había dejado claro una cosa: ¡no habría manera de salir de su manera de vivir!
¡si nacías esclavo! así seguirías, tus hijos, tus nietos… ¡tu total descendencia!, si tenías la fortuna de ser aceptado por una familia de españoles dentro del casco peninsular de la ciudad, debes cumplir una serie de condiciones, o de inmediato ¡eras expulsado!
¡bajo ninguna manera podías dirigirles la palabra a los españoles! ¡no podías verles a los ojos! ¡en mucho no podía tocar las cosas que ellos tocarían! – por ello el uso de guantes- si acaso tomabas algo de comida – aunque estuviera podrida- ¡eras castigado con azotes!, la primera vez solo con el látigo de cuero… ¡pero en las posteriores ibas a la cárcel o al látigo de castigo!
¡cuando ellos llegaban a alguna habitación debías retirarte sin darles la espalda! ¡la comida debería ser preparada con instrumentos diferentes y bien escogidos! para que nadie lograra tocar con sus manos lo que ellos debían comer.
¡todo ello bajo un estricto control del Ama de las llaves!
A todos los niños que nacían en estas condiciones de ser apartados de la ciudad española, sus nombres provenían del día en el santoral que les toca, y el segundo nombre era más bien una condición del oficio de sus padres.
Así, Jacinto Carpintero, un vivaz chiquillo de 6 años -de descendencia isleña de grandes ojos marrón y chinos fruncidos- tenía a bien no comprender aquello de lo que no debía hacer… ¡aunque su mama se lo tenía bien aleccionado! ¡si te metes a la ciudad te doy con la cuchara de madera!
¡y lo cumplía!
Hijo de un ebanista, que había prosperado en el gusto de la refinada clase española de la ciudad queretana – pero que solo era aceptado por lo bello de sus muebles de madera- ni siquiera gozaba con que el amo de la casona le dirigiera siquiera una mirada, ello se arreglaba con un tercero…
-¡dile a Jacinto que la pieza que entrega es exquisita- mencionaba los dueños de las casonas.
Y el capataz de ayudantía le repetía delante de Jacinto la misma frase… ¡aunque estuvieran de frente mismo!
¡así la vida de nuestros Jacintos!
El niño Jacinto, que además de ser travieso e inquieto, ¡amaba las manzanas de caramelo que le preparaba su mama! se había hecho amigo de un joven franciscano, un joven de profundos ojos de paz, que habitaba el majestuoso convento cercano a la calle del Biombo ¡porque en ello debemos resaltar! ¡el chiquillo de chinos fruncidos era experto en colarse a cualquier lugar
¡un guardia de los dragones de la reina ya lo había sacado de la casona de la plaza de las armas! a donde el chiquillo trataba de hacerse de unas simples hierbas, que le ayudarían a su mama a calmar sus dolores de vientre.
¡lo llevaron a la casa del ebanista y le dieron tremenda tunda!
Otra ocasión lo encontraron encaramado en uno de los árboles ¡comiéndose una manzana que su mama le había preparado! pero que, por conocer, se había colado a la huerta de las clarisas, en donde otro guardia le había sacado… ¡donde le repitieron la dosis!
¡aquella noche no era la excepción! Jacinto el chiquillo – moreno como el café- se había colado para conocer la nueva casa ¡esa de la que todos hablaban! ¡de grandes patios y hermosas farolas que tintineaban bajo colores mágicos!…
…¡y era verdad!… los colores eran mágicos…
¡sus grandes ojos negros esa noche chocaron con los de un niño que estaba sentado en una escalera…!
¡Jacinto lo miró!… ¡José María lo encontró!
…¡los dos corrieron espantados!
En la fría noche de aquel Querétaro, una ciudad enclavada en un cerro medianamente alto, bajo el brillo de la pertinaz llovizna, a punto de dormir en su suntuosa habitación, el niño José María le preguntó a su padre Don Pedro:
¿porqué hay niños con los que no puedo hablar?
Continuará…