LA APUESTA DE ECALA
El sendero al Mictlán
Hoy en día amable lector, con esto de los muertos y nuestras tradiciones, nos hacen reflexionar esta pugna constante, de que debemos adorar a los muertos o a los vivos, y es así de simple, una confrontación que ha dado pie a infinidad de posturas.
La adoración a los muertos es una condición histórica, una percepción que nos viene a los mexicanos, de herencia de nuestras culturas de Mesoamericanas, y se basan en una percepción simple que ha perdido fuerza hoy día:
¿a dónde se va quien muere?
Esa pregunta resonaba en las mentes de nuestras culturas antes de la llegada de los españoles, y seguramente antes de las propias civilizaciones precolombinas.
¿dejó de respirar? ¿ya no ve? ¿en dónde está ahora?
La percepción de la naturaleza nos hace un vacío interno, ver fallecer a una persona que antes estaba con vida, nos llena de profunda desesperación y tristeza, ¡claro! ahora que concebimos la muerte desde la perspectiva científica, es sencillo el explicar porque – aunque no deje de ser triste- pero pongámonos en la perspectiva de nuestros antepasados.
Para las culturas ancestrales de México, la muerte era una peregrinación, iban de este mundo a otro.
Al lugar a donde llegaban los muertos de los mexicas, por citar un ejemplo, era el Mictlán, un lugar a donde se tenía el destino y el fallecido requería de una ofrenda con cosas que utilizaría, tanto para pasar al otro lado en su camino, como para tener una vida plena en aquella región.
Era un camino largo y sinuoso, pasaban por varios territorios, el Itzcuintlan, que era el lugar habitado por los perros, y si hubiera sido buena persona con estos animales, los cruzaban al otro lado, en caso de que no, ¡no lo pasaban!
Seguían su camino con el Tepetl Monamicyan, que debía cruzar un camino por dos cerros, que se unían uno al otro de manera pronta, era como una prueba.
Luego se guían por la ruta del Itztepetl, donde eran áreas rocosas, seguían por diferentes caminos, casi todo en un constante punto de prueba.
Desde los Temiminaloyan, lugares de largos caminos, hasta el Chicunahuapan, un lugar de grandes ríos, que también debían cruzar.
Al terminar esta odisea se llegaba al Mictlán.
A este lugar también se le llamaba Chiconauhmictlán, y para los emperadores mexicas, ir al Mictlán representaba un viaje con todos los honores y las ofrendas posibles, en donde ellos, no dejarían de ser autoridad e importantes en su nuevo mundo, pero tenían que se acompañados.
La lógica de los sepulcros de estos reyes mexicas, se logra observar por las tumbas con ofrendas exquisitas, en donde se ataviaban inclusive a algunos perros, elegantemente ornamentados, para el acompañamiento del jerarca.
En algunas ofrendas se han encontrado cangrejos, chía, aves exóticas, pencas de maguey, copal, estrellas de mar y águilas, que dan cuenta de la relevancia de la muerte para estas culturas.
Estas ofrendas a los pies de algunas construcciones imponentes, como el Templo Mayor, hoy en la ciudad de México.
Pero, la persona común, el de “a pie” como les decimos, ¿cómo era su rito funerario?
Si una persona moría ahogada, por un rayo, por lepra, por ácido úrico o sarna, llegaba al valle del Tlalocan, que era de los privilegiados y pocos lugares para descansar en total felicidad y armonía.
Si algún guerrero moría en batalla, o se era un sacrificado o una mujer en parto, su alma descansaba en el Tonatiuhichan, que era la morada del sol, cada amanecer todos los guerreros acompañaban al gran Tonatiuh en su camino.
La visión de la muerte, en una civilización avanzada en su tiempo, como los mexicas, con creencias profundas y formas rituales poco convencionales, de grandes ingenierías hidráulicas y de construcción, dan oportunidad de también establecer la creencia de que la muerte, es un trastorno pasajero, que somos un pueblo peregrino y lleno de ritos.
¡cómo hoy!
El que hayamos sido un pueblo religioso lleno de ritos, fue tierra fértil para la evangelización, en la medida de que no dejábamos de ser un pueblo bárbaro y sanguinario, de leyes extremas y de penas capitales, como un común.
Los evangelizadores se aterraban de la gran violación a las libertades de las personas, así como de los ritos sanguinarios y que atentaban contra la dignidad de las personas.
Por ellos, se convirtieron las primeras órdenes religiosas del lado de los nativos, tratando de aminorar su sufrimiento, por la barbaridad – nuevamente- de los soldados españoles.
Una vez cercanos a los nativos, las órdenes religiosas -en especial los franciscanos- lograron adentrarse a su cultura, haciendo de cada día una manera de comprenderles, y ser testigos históricos de su visión completa, lo que los autores llaman: la cosmovisión.
Una apreciación errónea a nuestros días es la de considerar a los españoles invasores, a los nativos víctimas y a los mestizos resultado de una obligación de convivencia entre razas.
Cercanos a una perspectiva metódica, la mejor manera de ver la visión de la muerte entre el mestizaje, es así, unos aún creían en sus ritos antiguos, y otros que al comparar, tachaban de anticristianos lo que sus ojos veían.
Por ello con el paso del tiempo, se fue mezclando las creencias de unos con la de los otros, tratando de hacer ver, por parte de los religiosos, que la perspectiva sanguinaria en nada rendía frutos, ¡claro! bajo la misma perspectiva del cristianismo europeo.
Somos entonces el resultado de un mestizaje, de una profunda visión de los muertos, bajo dos realidades que coincidieron, que se nutrieron y que no les quedó nada más que hacer a los religiosos, que aceptar la tierra a la que vinieron a sembrar, y a los nativos, la de aceptar el cambio, sin dejar de colocar sus ritos dentro de los propios ritos.
Sumergidos en la misma realidad, dos cosmovisiones milenarias se complementan y tienen como resultado:
¡el día de muertos!
Sí ese mismo, el de las ofrendas y los altares; el de ir a misa a pedir por los difuntos, el de seguir confundiéndonos en un proceso de si celebramos a los difuntos, a los muertitos, o al estorboso “jalowin”.
Y es que ahora el país se debate en una gran visión – no sé si nueva- por un lado, nuestras celebraciones y preocupaciones por el descanso de nuestros difuntos, bajo la perspectiva católica; el recordar las tradiciones ancestrales de nuestros pueblos indígenas, llenos de orgullo por ello y el del ingreso de la cultura plástica de la publicidad y los terrores del “jalowin”
Perspectiva que desata las polémicas, en grupos académicos, sociales e inclusive, de nuestra propia familia.
Y es que ¿Cómo negarse ante la insistencia mediática de todo lo que nos bombardea la cultura sajona? No solo en los medios masivos, sino ya la lectura inmediata de quienes están a favor de una o tal tradición, propia o extraña.
Estas fechas se dividen en esta polémica, mientras los chiquillos no saben si disfrazarse de drácula, algún santo o de Catrina de José Guadalupe Posadas.
Sin saber tal vez, como una simple propuesta, que una viene de la otra, que son resultados de una simbiosis cultural, que funden los detalles finos en lo mismo, y las competencias duras, en diferencias.
¡Esta es pues la realidad de estas fechas! aquella que nos evoca, por nuestra propia tradición familiar, la pregunta ¿qué deseamos hacer?, entonces las visiones diferentes ¿están mal? o estamos ante la formación de nuevas tradiciones, que por lo cercano no vemos que se están construyendo.
¡le dejo la mejor perspectiva a Usted!, amable lector.
Luego entonces amigo lector, no nos quejemos del México que estamos viviendo, porque en ello quede claro: ¡Tenemos el País que queremos!? Esa es mi apuesta ¡y la de
Usted?…