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La Sed de Justicia de Mariano

LA APUESTA DE ECALA

por Luis Núñez Salinas
18 septiembre, 2020
en Editoriales
Los hilos de Luis Videgaray en la venta de Agronitrogenados

 

 

En la comarca Chichimeca de Comacorán —también llamada de Nuestra Señora de los Dolores, en Guanajuato— el ni­ño Mariano caminaba de la mano de su madre, quien había pasado una pésima noche, el niño cada que dormía, tenía una serie de mo­vimientos mecánicos ¡como poseído! que espan­taban a la señora. Una comadre de ella le había platicado que, dentro ya de la ciudad de los Do­lores, existía una hierbera que le permitía que estos males le acondicionaran, en sí, que le me­joraban y al crecer le desaparecerían.

—¡Es solo cuestión de paciencia! — le men­cionaba la comadre Flor.

El niño Mariano, de apenas unos 9 años, ni siquiera sabía lo que pasaba ¡no los sufría, ni los sentía! el soñaba con integrar el regimiento de dragones de la Reina una elite destacada de jó­venes leales a la corona, que resguardaban los intereses de los peninsulares dentro de la nue­va España aguerrida caballería de gran prepa­ración en las artes de la guerra, milenaria cor­poración de defensa de la realeza, en limítrofes anexas al territorio español.

Aún —el ahora joven Mariano— recordaba las torturas a la que la hierbera le hacía tomar las infusiones de un sabor amargo, sabor que le quedaba en mucho todo el día, pero que, al paso de los años, esa condición de sobre saltos y des­venturas nocturna disminuyó ¡hasta desapare­cer por completo!

Mariano —de 27 años— recordaba con nos­talgia a su Madre ya fallecida que tanto amor y cuidados puso al entonces niño, que le permi­tía cumplir su sueño ¡capitán primero del Regi­miento de la Reina!

—¡Miro que le sale una lágrima capitán! — le mencionaba su segundo de a bordo, dentro de la plaza que ahora cuidaban ¡Dolores!

—¡pues mira mal capitán! es solo el polvo de las memorias, de aquellos días en que mis co­mienzos era solo jugar en el río, y ayudar a las la­bores de la casa ¡mi madre que estará en el cielo! espero se sienta orgullosa de su capitán

—¡Pues de su capitán narizón!

Se rieron juntos, no sin antes Mariano darle un fuerte manazo en el hombro, en señal de que no le faltare el respeto. Los pequeños levanta­mientos de algunas insurgencias de la zona, que pertenecía a San Miguel el Grande, tenían ocu­pados a los capitanes ¡la región era un polvorín! y solo faltaba una simple chispa, para en arbole­cer infinidad de abusos de los peninsulares, que se deseaba dejaran de hacer tanta barbaridad.

—¡La corrupción es la madre de todos los des­atinos! — le decía Mariano Abasolo a su cuerpo de caballería de Dolores.

Reunidos dentro de una posada vieja, casi destrozada, pero que servían los mejores que­sos y los vinos buenos con toques de aromas fru­tales ¡no como aquellos rancios de la zona del camino real! que más sabían a vinagre ¡es una noche vieja!

En una mesa larga, de maderas roídas y car­comidas por la polilla, departían más de ocho de caballería, también pertenecientes a los drago­nes que se dejaban mirar en lo alto arreglados, bien vestidos y atentos

¡Gente educada!

Chaqueta roja con botones de oro, y vueltas verdes, empuñaduras para las espadas en hilos tejidos de filigrana de oro, un bicornio para los capitanes, altos cuellos blancos y calzones y chu­pa de color amarillo y los grados en las charrete­ras de la chaqueta, los distinguían como la orden de milicia más importante de la región. Entre ellos, el capitán Mariano Abasolo, se distinguía por su plática agradable, su sentir culto y de vez en cuando, entonar algún himno de caballería, o inclusive, algunos cantos de la zona… ¡algunas coplas en contra de los peninsulares! todos reían.

Uno de los escoltas de formación, increpó sor­presivamente al capitán:

—¿Qué de bueno su excelencia que le gusta departir con insurgentes?

Mariano astuto sabía la pregunta hacia don­de iba, más no se inmutó.

—¡Los insurgentes son ovejas que caminan en el campo! buscan la distracción de nuestros mandos y al paso del tiempo, caerán de una por una, hasta que diseminemos su presencia de es­tas tierras…

—¡Por la Reina! los dragones — gritó el ca­pitán.

—¡Por su fuerza! — gritaron todos al coro.

El hostal en donde ya se quedaban los más embriagados por los elíxires de la uva, el joven Mariano sintió prudente dejarlos descansar de su presencia.

—¡Vamos capitán quédese un rato más! el al­ba se acerca y debemos seguir disfrutando de es­tas viandas tal vez las últimas — le dijo su coman­do Romualdo Luján.

—¡A veces hay que dejar que el cuerpo de ca­ballería se quede sin su cabeza! pueden así ha­cer de sus quehaceres con las doncellas que que­daron.

—¡Una más por Usted capitán!

—¡Va por Ustedes! que pasen buenas mati­natas.

Subió a su cabalgadura, un castaño colérico sintió el brío del animal, que le recorría la fuerza y bravura de su montura, en nada adormilado, el animal le enseñó que estaba presto a su mon­ta ¡tan solo en cuanto sintió el rigor!

—¡Quieto! ¿qué te encoleriza?

El animal endino de ánimo robusto le hacía hincapié de ir a un lado, cuando Mariano de­seaba ir a otro.

—Anda bestia ¡obedece!

¡Pero el picazo engañoso no le respondía!

—¡Anda cabrón! llévame pues, la noche in­fausta no me deja ganas de pelear ¡anda lléva­me a donde desees!

El animal caminó un poco más de unas cuan­tas calles río arriba, cuando un bulto de caracte­rísticas féminas le hizo enfocar la vista.

—¡Pero qué demonios!

Una joven doncella de buena casa lloraba des­consolada, el vestido hecho tiras y su color de piel blanco, tenía morado en más, de varias par­tes ¡de inmediato Mariano bajó de la montura!

—¡Vamos tápese con favor señorita! — le acercó su capa de monta.

Ella lo vio desde el suelo hacia arriba, dejan­do claro la imposibilidad de siquiera articular palabra alguna ¡desmayó!

Cuartel de Valladolid, 1809, cuarto de arme­rías.

Chema García Obeso, José Michelena, Abar­ca, Nacho Allende y Mariano estaban verdadera­mente molestos con lo ocurrido. Se había corrido por toda la Nueva España —y estos lares— que los peninsulares ¡no iban a ser juzgados por sus fechorías con penas a sus delitos! serían meno­res que a los criollos, los esclavos serían inclusive carentes de alguna dignidad, así como algunos campesinos que no hablaran el castellano, si rea­lizaran algún delito, sus penas serían capitales.

—¡voto a la viruela! —gritaba Michelena— ¿en qué cabeza cabéis pensar que somos dife­rentes en la pena y no en lo humano? ahora se­rá más delito que un nativo haga daño que un peninsular.

En sus miradas se concentraban las siguien­tes acciones a realizar o todo quedaría igual.

—¡Mira José! es el momento de comenzar a realizar acciones, yo te preguntaba que ¿cuánto necesitarías para realizar un levantamiento en San Miguel el Grande? responde.

—¡no sé! hombres fieles a la causa, municio­nes y parque, deberíamos de asaltar los cuarteles ¡unas 50 monedas de oro para empezar!

Mariano Abasolo aventó el morral de piel de cerdo con más de sesenta monedas.

—¿Eso basta?

¡cuando Michelena vio la cantidad reculó!

—¡Pero espera! ¿estás de acuerdo que nece­sitaríamos por lo menos unos doscientos hom­bres…?

—¡lo sé!

-¡Es traición Mariano!

Y prosiguió…

—Desde niño mi anhelo de mayor profundi­dad fue el contar al servicio de la Reina, mis me­jores años y valentías, mis desventuras y mis des­velos, ¡eran para los dragones! pero no podemos tomar en cuenta todas las violaciones a los or­denamientos y voluntades de la propia corona.

—¡Muera la corona y resurja la voluntad de las mayorías!

—¡Que muera! — gritaron al unísono.

1º de enero de 1810, cuartel del rancho del ca­mino Real de los Dolores, casi al alba.

Tanto Mariano como Michelena se habían puesto los antifaces a media cara para no ser re­conocidos por los soldados aunque a primera vis­ta la corpulencia de ambos ¡era de fama! fuer­tes, formados a caballo, briosos, complexos con el animal, hacían parecer minotauros, la noche era plateada y el reflejo de cualquier brillo po­dría descubrirlos. Los bayos de freno justo, mus­culosos animales diestros a la monta, sabían su parte que hacer.

—¡A la señal del disparo!

Un fuerte tiro se escuchó a lo lejos para lo­grar dar el aviso.

¡Entraron furiosos y despavoridos los veinti­cuatro corceles por la parte delantera del cuar­tel! tomando en desprevenido al vigía – a quien un tiro le había fracturado el cráneo-

Una inmensa nube de polvo se alzó y no se vis­lumbraba la cantidad de asaltantes, aunque los corceles marcaban el peso de estos… ¡eran más de cuarenta gritó un vigía!

¡Asalto!

Fueron certeros los primeros en tomar la en­fermería, en donde encontrarían los solventes que arderían, los demás tomaron las bodegas de pólvora e incendiaron las caballerizas —no sin antes sacar a los animales y tomarlos propios— ¡los gritos eran los mínimos! ¡sabían que hacer cada uno de los invasores! los soldados que al­canzaron a levantarse —aún en ropa de dormir— trataban de conseguir llegar a la armería, siendo inútil su esfuerzo, pues caían de uno por uno al suelo, heridos por las bayonetas ¡no solo había bayonetas! ballestas que ágilmente manejaban los gallardos dragones, que daban en pleno pe­cho a los desmañanados ¡lo diestro de los hom­bres de a caballo fue demostrado cuando lazaron por completo los barriles de pólvora!

—¡Cuidad los vigías en las torres!

—¡Ah por ellos! no dejad ninguna torre de pie.

Con destreza lazaron las bases de las torres y tronaron los barriles, prendieron fuego, para que destrozaran los cimientos ¡todo volaba en mil pedazos! en un corto tiempo, el cuartel fue asaltado por completo con las bajas considera­bles de los soldados peninsulares ¡solamente uno de los vigías de la torre! que alcanzó a escu­char los mandos reconoció de inmediato la figu­ra del capitán de los dragones, en su desgracia el vigía ¡había perdido sus dos piernas!

Cuando fue llevado hacia el capitán del cuar­tel —quien sospechosamente no se encontraba en la hora el asalto— ¡ya su último aliento era a Dios! en vez de dar a el santo y seña.

—¿Así que escuchaste quién comandaba el asalto?

—¡sí!… su señoría… ¡sí! — con un profundo gemido de dolor.

—¿qué nombre? Dilo…

—¡Capitán Mariano Abasolo! eso fue… lo que escuché.

—¿Otro nombre? dinos ¿escuchaste otro nombre?

—Capitán Allende, creo dijo— respiraba ya con dificultad, volvía por la boca la sangre, sus­piró y murió—.

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Etiquetas: ChichimecaEspañaJUSTICIA
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