En la comarca Chichimeca de Comacorán —también llamada de Nuestra Señora de los Dolores, en Guanajuato— el niño Mariano caminaba de la mano de su madre, quien había pasado una pésima noche, el niño cada que dormía, tenía una serie de movimientos mecánicos ¡como poseído! que espantaban a la señora. Una comadre de ella le había platicado que, dentro ya de la ciudad de los Dolores, existía una hierbera que le permitía que estos males le acondicionaran, en sí, que le mejoraban y al crecer le desaparecerían.
—¡Es solo cuestión de paciencia! — le mencionaba la comadre Flor.
El niño Mariano, de apenas unos 9 años, ni siquiera sabía lo que pasaba ¡no los sufría, ni los sentía! el soñaba con integrar el regimiento de dragones de la Reina una elite destacada de jóvenes leales a la corona, que resguardaban los intereses de los peninsulares dentro de la nueva España aguerrida caballería de gran preparación en las artes de la guerra, milenaria corporación de defensa de la realeza, en limítrofes anexas al territorio español.
Aún —el ahora joven Mariano— recordaba las torturas a la que la hierbera le hacía tomar las infusiones de un sabor amargo, sabor que le quedaba en mucho todo el día, pero que, al paso de los años, esa condición de sobre saltos y desventuras nocturna disminuyó ¡hasta desaparecer por completo!
Mariano —de 27 años— recordaba con nostalgia a su Madre ya fallecida que tanto amor y cuidados puso al entonces niño, que le permitía cumplir su sueño ¡capitán primero del Regimiento de la Reina!
—¡Miro que le sale una lágrima capitán! — le mencionaba su segundo de a bordo, dentro de la plaza que ahora cuidaban ¡Dolores!
—¡pues mira mal capitán! es solo el polvo de las memorias, de aquellos días en que mis comienzos era solo jugar en el río, y ayudar a las labores de la casa ¡mi madre que estará en el cielo! espero se sienta orgullosa de su capitán
—¡Pues de su capitán narizón!
Se rieron juntos, no sin antes Mariano darle un fuerte manazo en el hombro, en señal de que no le faltare el respeto. Los pequeños levantamientos de algunas insurgencias de la zona, que pertenecía a San Miguel el Grande, tenían ocupados a los capitanes ¡la región era un polvorín! y solo faltaba una simple chispa, para en arbolecer infinidad de abusos de los peninsulares, que se deseaba dejaran de hacer tanta barbaridad.
—¡La corrupción es la madre de todos los desatinos! — le decía Mariano Abasolo a su cuerpo de caballería de Dolores.
Reunidos dentro de una posada vieja, casi destrozada, pero que servían los mejores quesos y los vinos buenos con toques de aromas frutales ¡no como aquellos rancios de la zona del camino real! que más sabían a vinagre ¡es una noche vieja!
En una mesa larga, de maderas roídas y carcomidas por la polilla, departían más de ocho de caballería, también pertenecientes a los dragones que se dejaban mirar en lo alto arreglados, bien vestidos y atentos
¡Gente educada!
Chaqueta roja con botones de oro, y vueltas verdes, empuñaduras para las espadas en hilos tejidos de filigrana de oro, un bicornio para los capitanes, altos cuellos blancos y calzones y chupa de color amarillo y los grados en las charreteras de la chaqueta, los distinguían como la orden de milicia más importante de la región. Entre ellos, el capitán Mariano Abasolo, se distinguía por su plática agradable, su sentir culto y de vez en cuando, entonar algún himno de caballería, o inclusive, algunos cantos de la zona… ¡algunas coplas en contra de los peninsulares! todos reían.
Uno de los escoltas de formación, increpó sorpresivamente al capitán:
—¿Qué de bueno su excelencia que le gusta departir con insurgentes?
Mariano astuto sabía la pregunta hacia donde iba, más no se inmutó.
—¡Los insurgentes son ovejas que caminan en el campo! buscan la distracción de nuestros mandos y al paso del tiempo, caerán de una por una, hasta que diseminemos su presencia de estas tierras…
—¡Por la Reina! los dragones — gritó el capitán.
—¡Por su fuerza! — gritaron todos al coro.
El hostal en donde ya se quedaban los más embriagados por los elíxires de la uva, el joven Mariano sintió prudente dejarlos descansar de su presencia.
—¡Vamos capitán quédese un rato más! el alba se acerca y debemos seguir disfrutando de estas viandas tal vez las últimas — le dijo su comando Romualdo Luján.
—¡A veces hay que dejar que el cuerpo de caballería se quede sin su cabeza! pueden así hacer de sus quehaceres con las doncellas que quedaron.
—¡Una más por Usted capitán!
—¡Va por Ustedes! que pasen buenas matinatas.
Subió a su cabalgadura, un castaño colérico sintió el brío del animal, que le recorría la fuerza y bravura de su montura, en nada adormilado, el animal le enseñó que estaba presto a su monta ¡tan solo en cuanto sintió el rigor!
—¡Quieto! ¿qué te encoleriza?
El animal endino de ánimo robusto le hacía hincapié de ir a un lado, cuando Mariano deseaba ir a otro.
—Anda bestia ¡obedece!
¡Pero el picazo engañoso no le respondía!
—¡Anda cabrón! llévame pues, la noche infausta no me deja ganas de pelear ¡anda llévame a donde desees!
El animal caminó un poco más de unas cuantas calles río arriba, cuando un bulto de características féminas le hizo enfocar la vista.
—¡Pero qué demonios!
Una joven doncella de buena casa lloraba desconsolada, el vestido hecho tiras y su color de piel blanco, tenía morado en más, de varias partes ¡de inmediato Mariano bajó de la montura!
—¡Vamos tápese con favor señorita! — le acercó su capa de monta.
Ella lo vio desde el suelo hacia arriba, dejando claro la imposibilidad de siquiera articular palabra alguna ¡desmayó!
Cuartel de Valladolid, 1809, cuarto de armerías.
Chema García Obeso, José Michelena, Abarca, Nacho Allende y Mariano estaban verdaderamente molestos con lo ocurrido. Se había corrido por toda la Nueva España —y estos lares— que los peninsulares ¡no iban a ser juzgados por sus fechorías con penas a sus delitos! serían menores que a los criollos, los esclavos serían inclusive carentes de alguna dignidad, así como algunos campesinos que no hablaran el castellano, si realizaran algún delito, sus penas serían capitales.
—¡voto a la viruela! —gritaba Michelena— ¿en qué cabeza cabéis pensar que somos diferentes en la pena y no en lo humano? ahora será más delito que un nativo haga daño que un peninsular.
En sus miradas se concentraban las siguientes acciones a realizar o todo quedaría igual.
—¡Mira José! es el momento de comenzar a realizar acciones, yo te preguntaba que ¿cuánto necesitarías para realizar un levantamiento en San Miguel el Grande? responde.
—¡no sé! hombres fieles a la causa, municiones y parque, deberíamos de asaltar los cuarteles ¡unas 50 monedas de oro para empezar!
Mariano Abasolo aventó el morral de piel de cerdo con más de sesenta monedas.
—¿Eso basta?
¡cuando Michelena vio la cantidad reculó!
—¡Pero espera! ¿estás de acuerdo que necesitaríamos por lo menos unos doscientos hombres…?
—¡lo sé!
-¡Es traición Mariano!
Y prosiguió…
—Desde niño mi anhelo de mayor profundidad fue el contar al servicio de la Reina, mis mejores años y valentías, mis desventuras y mis desvelos, ¡eran para los dragones! pero no podemos tomar en cuenta todas las violaciones a los ordenamientos y voluntades de la propia corona.
—¡Muera la corona y resurja la voluntad de las mayorías!
—¡Que muera! — gritaron al unísono.
1º de enero de 1810, cuartel del rancho del camino Real de los Dolores, casi al alba.
Tanto Mariano como Michelena se habían puesto los antifaces a media cara para no ser reconocidos por los soldados aunque a primera vista la corpulencia de ambos ¡era de fama! fuertes, formados a caballo, briosos, complexos con el animal, hacían parecer minotauros, la noche era plateada y el reflejo de cualquier brillo podría descubrirlos. Los bayos de freno justo, musculosos animales diestros a la monta, sabían su parte que hacer.
—¡A la señal del disparo!
Un fuerte tiro se escuchó a lo lejos para lograr dar el aviso.
¡Entraron furiosos y despavoridos los veinticuatro corceles por la parte delantera del cuartel! tomando en desprevenido al vigía – a quien un tiro le había fracturado el cráneo-
Una inmensa nube de polvo se alzó y no se vislumbraba la cantidad de asaltantes, aunque los corceles marcaban el peso de estos… ¡eran más de cuarenta gritó un vigía!
¡Asalto!
Fueron certeros los primeros en tomar la enfermería, en donde encontrarían los solventes que arderían, los demás tomaron las bodegas de pólvora e incendiaron las caballerizas —no sin antes sacar a los animales y tomarlos propios— ¡los gritos eran los mínimos! ¡sabían que hacer cada uno de los invasores! los soldados que alcanzaron a levantarse —aún en ropa de dormir— trataban de conseguir llegar a la armería, siendo inútil su esfuerzo, pues caían de uno por uno al suelo, heridos por las bayonetas ¡no solo había bayonetas! ballestas que ágilmente manejaban los gallardos dragones, que daban en pleno pecho a los desmañanados ¡lo diestro de los hombres de a caballo fue demostrado cuando lazaron por completo los barriles de pólvora!
—¡Cuidad los vigías en las torres!
—¡Ah por ellos! no dejad ninguna torre de pie.
Con destreza lazaron las bases de las torres y tronaron los barriles, prendieron fuego, para que destrozaran los cimientos ¡todo volaba en mil pedazos! en un corto tiempo, el cuartel fue asaltado por completo con las bajas considerables de los soldados peninsulares ¡solamente uno de los vigías de la torre! que alcanzó a escuchar los mandos reconoció de inmediato la figura del capitán de los dragones, en su desgracia el vigía ¡había perdido sus dos piernas!
Cuando fue llevado hacia el capitán del cuartel —quien sospechosamente no se encontraba en la hora el asalto— ¡ya su último aliento era a Dios! en vez de dar a el santo y seña.
—¿Así que escuchaste quién comandaba el asalto?
—¡sí!… su señoría… ¡sí! — con un profundo gemido de dolor.
—¿qué nombre? Dilo…
—¡Capitán Mariano Abasolo! eso fue… lo que escuché.
—¿Otro nombre? dinos ¿escuchaste otro nombre?
—Capitán Allende, creo dijo— respiraba ya con dificultad, volvía por la boca la sangre, suspiró y murió—.