Mitos y Mentadas
Inmigración mexicana
En la columna anterior dejé abierta la pregunta respecto al lugar de México en el debate sobre la migración en el mundo. Decenas de países tienen estrategias para atraer migrantes calificados, y en no pocas ocasiones mano de obra no calificada, necesarios para darle oxígeno a sus economías. ¿Y México? Pues si este debate fuera en un auditorio, nuestro país no estaría sentado al fondo de la sala. Estaría afuera, viendo pasar las nubes.
Como he dicho en mi libro “Mitos y mentadas de la economía mexicana”, la política migratoria es uno de los principales muros que tiene nuestro país para alimentar su crecimiento económico. Esto fue reconfirmado, una vez más, en la conferencia de Ricardo Hausmann ante los banqueros de México la semana pasada. No tenemos una política activa para atraer el talento que sustente el salto cualitativo que precisa nuestra economía. Nuestra política migratoria es estática e inflexible, incapaz de toda agilidad para atender al entorno y las condiciones cambiantes del mundo. Esa inmovilidad es exasperante, pues no hallamos las decisiones edificantes que precisamos.
En materia de política migratoria, operamos al revés que el mundo. Si bien es cierto, México tuvo aciertos significativos al recibir refugiados políticos de muchas naciones que contribuyeron grandemente y varios de los grandes corporativos mexicanos de hoy, fueron creados por los refugiados de la República española que escaparon de Franco. Así mismo, la UNAM se benefició con las aportaciones de exiliados de Sudamérica durante las dictaduras. Por ejemplo, los chilenos que se exiliaron durante la época de Pinochet. Pero no hemos preparado nuestras capacidades para atraer gente en el siglo XXI. En vez de atraer, de hecho, los rechazamos. Un inmigrante calificado o no, que llega a nuestro país debe pasar por una burocracia kafkiana para obtener un permiso de trabajo y volver a recorrer esos mismos pasillos para renovarlo. Y si tiene la fortuna de obtenerlo, así llegue al país a un segundo de haber nacido, pase toda la vida acá y haya sido de los pocos que haya podido obtener la carta de naturalización mexicana, solo por el hecho de haber nacido fuera (como lo escribí en una columna anterior), no podrá ser ni secretario de estado, ni dirigir Banxico o ser gobernador, senador o diputado. La lista es larga. Aquí, Arnold Schwarzenegger nunca hubiera podido dirigir ningún estado y a Madeleine Albright o Henry Kissinger nunca le hubiéramos ofrecido la cancillería.
Por décadas hemos creído que el extranjero siempre ha engañado al mexicano, asustados por un pasado histórico de expolio o robo que devino en prejuicio. Sin una visión desafiante, el país seguirá expulsando materia gris imprescindible. Nuestros jóvenes calificados optarán por quedarse en el extranjero si estudian allí, o irse al mundo si nuestras oportunidades no son techos de cristal sino de titanio. Es difícil saber qué nueva industria nos depara el futuro, pero también nos será difícil crearla o implementarla si no generamos las condiciones técnicas. Con nuestra propia gente y con extranjeros a los que demos posibilidades de desarrollar las capacidades nacionales.
“Es preciso romper el inmovilismo del prejuicio”, escribí en mi último libro. “Los inmigrantes han poblado de aromas los países con sus cocinas. México debe romper con la necedad de aquellos que no solo no importarían azafrán, sino que jamás comprarían un ají de Nigeria convencidos de que, — claro, por supuesto, seguro, faltaba más— no hay nada mejor que el chile nacional”.