ENTRE LÍNEAS
En un escrito anterior, “Nueve de marzo: La transformación que viene.”, aparecido en este mismo medio, mencioné que el impacto de la protesta del 9 de marzo se verá fundamentalmente en la transformación de la subjetividad, en una nueva manera de concebir las relaciones de dominación que caracterizan a nuestra sociedad y que la transformación que genera este movimiento, que impacta la subjetividad y el desempeño de los roles femeninos, impacta también la subjetividad y los roles masculinos. Pero, ¿Dónde está la masculinidad? Hay que empezar por definirla para redefinirla.
¿Qué es un hombre? El resurgimiento del poder de las mujeres tiene como efecto directo subjetivo la pérdida de poder del hombre y esto se refleja en declaraciones machistas que sólo indican una desubicación conceptual de la masculinidad, se cree que existe una necesidad de reafirmarse como género. La igualdad laboral, incluso el dominio de las mujeres en las empresas, en el mundo, en las calles, las mujeres empoderadas, todo eso modificó el lazo entre unos y otras. Muchos hombres, con inseguridad sobre su identidad sexual, se sienten desubicados, se sienten intimidados por las iniciativas de las mujeres de su entorno. O, por el contrario, como apunta la psicoanalista Gabriela Grinbaum: “Lo vemos, es fenoménico. Los hombres hoy corren a las mujeres del espejo para mirarse ellos”. ¿Qué pasó?
Dentro de un contexto de cultura patriarcal, en el régimen del Nombre del Padre como enseñaba Lacan, cuando el Otro contaba con una consistencia tal que no requería de la multiplicidad de identificaciones para responder a la pregunta ¿qué es un hombre?, la cosa era más clara. Pero en estos tiempos de posmodernidad, el significante “Nombre del Padre” se encuentra devaluado y eso, traducido a lo cotidiano, muestra la dificultad del hombre por insertarse en la dimensión simbólica. ¿Con quién se identifica si durante su niñez tuvo un padre ausente o golpeador, o autoritario? ¿Si la dominante en el seno familiar fue la mujer? Adriana Rubistein constata algunos “problemas” que obsesionan a los hombres contemporáneos: “Se podría hablar de una virilidad en el plano identificatorio, en donde cada época ofrece una combinación simbólico-imaginaria de los atributos masculinos. Pero no puede confundirse la virilidad sólo con eso y mucho menos confundir la virilidad con el machismo, que de hecho funciona como una impostura”. Tener que demostrar que se es muy macho hace sospechar una fragilidad de la virilidad (Sólo hay que ver como algunos clérigos o políticos, con problemas de identidad sexual, arremeten contra los homosexuales). Hoy, curiosamente, el hombre quita a la mujer del espejo para verse a sí mismo o tiene que usar, faltando a la gramática, siempre “él y la”, “los y las”, para recalcar los dos géneros, como si eso fuera lo políticamente correcto. El presidente y la presidenta, cuando en castellano no existe la palabra presidenta (o no existía hasta que se cree necesario cambiar el idioma para distinguir enfáticamente los dos géneros), ahora se ha inventado la terminación “es”, para ser inclusivos: todes, en vez de todos y todas.
La crisis de la virilidad en muchos casos da lugar a una feminización, dirían algunos, pero el asunto no está en esta dicotomía. Ante la posibilidad de que los hombres parecieran haber perdido los sostenes imaginario-simbólicos que les aseguraban virilidad, que parece que pierden la iniciativa frente al encuentro sexual y esperan que las mujeres lo hagan por ellos, en que la subjetividad, el Uno, no se anuda con nada de lo que parezca el Otro sexual, se impone una revisión. Esta cuestión es más profunda que la relación subjetiva hombre-mujer. Aquí es donde aparecen las soledades autistas o el narcisismo exacerbado. Rubistein lo explica: “En esta época, efectivamente, todos parecen ‘más libres’, cada uno goza a su manera, pero es tiempo de grandes soledades.” Todos, de alguna manera nos cuestionamos acerca del sexo y del género en algún momento de la vida. Ahora lo hacemos frente al empoderamiento de la mujer, pero siempre el cambio es posible. Hablo por mi propia experiencia.
Mi padre fue educado en un contexto patriarcal, no podía ser de otra forma. A mí me tocó romper esa línea y veo el sexo y el género desde el punto de vista del Psicoanálisis y defiendo firmemente la igualdad y la aceptación de las personas independientemente del sexo asignado socialmente.
A pesar de haber estado en el seminario, en un ambiente franquista pues todos mis maestros eran españoles que vivieron en el régimen de Franco, tuve que luchar contra la idea del poder masculino per se. La sexualidad es cultural y el género poco tiene que ver con la genitalidad. La determinación sexual está en el inconsciente. La estructura psíquica del deseo se da de manera inconsciente y, además, lo masculino y lo femenino no corresponden al referente biológico. La virilidad, como dice Graciela Brodsky, “no es la imaginaria de la barba o la campera de cuero. La verdadera virilidad implica creer que una mujer puede revelarle algo al hombre que le es absolutamente desconocido”. Así veo ahora mi relación con la mujer.
La dualidad sexual no es más que una simplificación ideológica con fines de exclusión, pues cada individuo interpreta su sexualidad con una infinidad de matices y variantes y las inviste con cargas afectivas muy particulares. El sexo se construye en el inconsciente, independientemente de la anatomía, la fisiología, la sociología, la política, la filosofía o la religión, por lo que hay que subrayar el papel del inconsciente en la formación de la identidad sexual y la inestabilidad de tal identidad, impuesta en un sujeto que es fundamentalmente bisexual. Lo subjetivo incluye la forma individual en que el dato biológico o sociológico es simbolizado en el inconsciente. La somatización del arbitrario cultural también se vuelve una construcción permanente del inconsciente, sobre todo el conjunto de relaciones entre los géneros.
Preguntarse cómo han sido inscritas, representadas y normadas la feminidad y la masculinidad implica un análisis de las prácticas simbólicas y los mecanismos culturales que reproducen el poder a partir del eje de la diferencia anatómica de los sexos. Esto requiere decodificar significados y metáforas estereotipadas, cuestionar el canon y las ficciones regulativas, criticar la tradición y las resignificaciones paródicas. Llegar a estos planteamientos habiendo sido formado en un ambiente familiar patriarcal muy restrictivo y después, en el seminario, con la ideología católica y franquista, fue una lucha ideológica épica. Primero en el seminario atreverme a citar a Freud y a hablar de Psicoanálisis, después frente a mis familiares y amigos, todos ellos formados en la bisexualidad más estricta y casi fundamentalista. Aún ahora estos esquemas están en el ambiente cotidiano, pero ya entiendo que hay que tener paciencia y mucha tolerancia.
Por eso estoy convencido que es necesario deconstruir los procesos sociales y culturales del género, comprender las mediaciones psíquicas y profundizar en el proceso de la constitución del sujeto. Hay que adentrarse en la historia familiar, el nacimiento, el destete, la solución del complejo de Edipo etc. el papel del padre y de la madre en la construcción del ideal del yo, esto da como resultado una enorme variedad de expresiones del género, formas nuevas de pensar un género que han surgido a la luz del transgénero y la transexualidad, la paternidad y la maternidad lésbicas y gays, y las nuevas identidades lésbicas masculina y femenina así como todas las expresiones corporales y performativas del género.
Estoy convencido que existen en mi círculo profesional muchos terapeutas que no entienden bien el inconsciente y peor todavía, muchos psicoanalistas que utilizan la contratransferencia para imponer sus convicciones sexuales patriarcales. El discurso psicoanalítico también se encuentra permeado, hasta en sus conceptos y problemáticas, por un inconsciente no analizado.
El psicoanálisis debe explorar la forma como cada sujeto elabora en su inconsciente la diferencia sexual y cómo, a partir de esa elaboración, se posiciona su deseo sexual y su toma de conciencia de género, cualquiera que éste sea. De esta manera, la identidad social de las personas, como mujeres u hombres, la identidad de género y la identidad sexual, estructurada en el inconsciente no son lo mismo, esto se expresa con mayor claridad cuando la identidad sexual no corresponde con la identidad de género. Todo está en la mente y los síntomas se escriben en el cuerpo.