COLUMNA INVITADA
Quién es yo
Hay múltiples formas de describir al ego, todas alegóricas, por estar referidas a la forma intangible en que los seres humanos nos individuamos e individualizamos todo cuanto creemos que existe.
Una de las mejores alegorías que he encontrado es la de Jorge Lomar, reconocido conferencista en temas de autorrealización: “El ego es ese programa genérico de la mente que rige no sólo a la humanidad, sino todas las percepciones desde el inconsciente colectivo. Es algo así como un sistema operativo, el Windows que opera por defecto mientras la comprensión no sea elegida”.
Partiendo de esta descripción, podemos inferir varias cosas sobre el ego. La primera es que esa persona que creemos que somos no es más que una proyección de nuestra mente, uno de los planos de nuestra multidimensionalidad, el más plano de todos, por cierto.
Lo segundo es que el ego sólo es personal en la medida en que, inadvertidamente por supuesto, nos hemos apropiado o nos han instalado las creencias, sentencias, paradigmas y advertencias de una mente colectiva intangible que determina nuestro engañoso libre albedrío.
Lo tercero es que el ego toma el control cuando estamos absolutamente identificados con él, vaciándonos de verdadera vida. Entonces surge una opresión en el pecho, como si no pudiéramos respirar bien o como si nos estuvieran estrujando el corazón, que se convierte en una persistente sensación de que algo nos falta o de sinsentido de la existencia.
Hay quien dice que el ego es un falso yo. Claro que no: el ego es el yo. Más allá de él somos uno con todo, nos fundimos existencialmente con la creación. Por eso no se puede vivir sin ego.
Una de sus funciones principales, además, es la de ser nuestro guardián, el más irracional con que pueda usted contar, porque de acuerdo con su autopercepción como centro del universo, todo gira a su alrededor para asistirlo o para atacarlo.
Esa es la naturaleza del ego, porque es la única forma que tiene una persona para decir “yo existo” y para conocer todo lo que cree que existe como una forma separada, como un “no yo”. Los progresos, los errores, las calamidades y las bondades de la humanidad, así como el desarrollo personal, el sufrimiento, la felicidad y el amor, tal como los conocemos, son posibles únicamente a través de la existencia del ego y su relación “yo-no yo”.
Pero, nuevamente, el ego es solo una proyección de la verdadera y profunda existencia, que no puede pensarse ni por tanto expresarse, clasificarse o conocerse racionalmente, sino sólo experimentarse, sentirse.
La verdadera existencia es ahí donde se va el vacío, donde una presencia nuestra que no puede llamarse yo está observando al yo, ese que piensa siempre en términos de “lo mío”, “lo que soy”, “lo que hago”, “lo que logro”, “lo que tengo”, “lo que debo hacer”, “lo que espero de los demás”, “lo que ellos esperan de mí”. La lista, en fin, es muy larga.
El ejercicio mental que debemos aprender a desarrollar para vivir siendo el proyector y no la proyección, es decir, la persona que construye un ego sano, se llama autoconciencia.
Un ego sano es aquel que obedece a esa presencia observadora, despojada de las emociones desbocadas y generalmente negativas en que se monta el yo para “defendernos”, agrediendo a los demás, pasándoles por encima y alegrándonos de su desgracia, por supuesto.
No se requiere más que una disciplina de meditación –algo que todos sabemos hacer por naturaleza, pero buscamos aprender por fuera–, para retornar constantemente a nuestro centro, a la entidad sin individuación, donde la vida se resuelve sola.
De lo contrario, como señala la escritora española Gema Martíz, “si nos pasamos el día perdidos en el laberinto del ego, la personalidad se hace egoísta, egotista, egocéntrica y ególatra”.