Dedicado a todos los Jaimes que alguna vez trabajaron en el país del Norte; a todas las Aídas que limpian las casas miadas de los herederos del Destino Manifiesto.
El día de Navidad de 1962, mi padre salió rumbo a El Paso, Texas. Aquella tarde comimos en casa con la familia Torres quienes viajarían con él. Papá sacó unas fotografías donde aparecemos nosotros y los Torres; yo sostengo a mi hermanita la más pequeña de sus bracitos pues era una bebé que aún no caminaba, y mi padre se ausentaría por los siguientes cinco años. Esta escena habrá sido común en aquella época y en la que era tan fácil ir a vivir al país de los carapálidas, como fueron bautizados los pioneros que fueron despojando de sus tierras y bosques a las tribus sioux, dakota, apache, comanche y todo lo que encontraban a su paso, fueran humanos o animales como hicieron a los búfalos o bisontes cuyo hábitat les perteneció por milenios. Era fácil, sí. Nadie preveía las consecuencias; tanto así que, en los primeros años de la colonización de Alaska mi padre había recibido ofertas de trabajo para ir hasta aquella lejana península del Ártico.
Al año siguiente de aquella fotografía, nos presentamos en la oficina del consulado en el Puente de Santa Fe para que nos dieran el pasaporte para residir en ese país y nos lo dieron a toda la familia. En el último momento en que se subían muebles para la mudanza mi madre dijo que no iría a vivir a un país donde una madre había asesinado a sus hijos y una coca costaba un dólar, donde los adolescentes eran reclutados para la guerra en Vietnam, como habría de suceder con los hermanos de mi padre apenas habían cumplido la mayoría de edad. Aquellos signos le horrorizaron y dijo que no. Por eso mis hermanas, mi hermano y yo seguimos aquí.
La emigración mexicana hacia el Norte comenzó durante las guerras mundiales en las que USA necesitaba mano de obra pues los hombres estaban en el frente. Durante la Gran Depresión económica muchos mexicanos volvieron y tomaron tierras para trabajarlas desde cero como hicieron cuando fundaron Ciudad Delicias, Chihuahua durante el reparto agrario posrevolucionario desde tiempos de los presidentes Obregón hasta Lázaro Cárdenas. Las eternas crisis de nuestro país han obligado a muchos a buscar trabajo en USA. Lo han hecho mi hermano lavando platos en un hotel de Texas y mi hermana pequeña limpiando casas de millonarios que turistean en las nieves de las Rocallosas; nunca han desplazado o robado el empleo a nadie. Esos son trabajos que los gringos jamás harán.
Pero siempre de los siempres (sic) USA ha empleado mano de obra migrante e ilegal, por ser más barata, para levantar sus ciudades, sus cosechas en California, sus guerras, sus fábricas en Detroit y sus desastres porque los valientes que entraron a la profundidad del derrumbe de las Torres Gemelas también fueron los Topos mexicanos.
Me consta que en el Consulado gringo de Tijuana cuando alguien llega a pedir una visa en vísperas de levantar las cosechas en el otro lado, les permiten entrar, aunque el solicitante no traiga ni cuentas bancarias y a veces ni zapatos; luego que termina la pizca, entonces llega la “migra” para asustarlos con sus redadas y sus escopetas.
Podríamos decir que este sistema económico, en el pecado lleva la penitencia. Cuando los migrantes llegan a cumplir su sueño americano se olvidan de quienes son; se desindentifican; se olvidan de su lengua materna; desean vivir en los barrios donde ellos viven aunque sean marginados, barrios desiertos donde pocos se conocen, comen lo que ellos comen aunque vean de qué manera las grandes industrias alimenticias les envenenan y engordan como ganado para luego cobrarles con sus aseguranzas medicamentos, cirugías y hospitalización, todas las consecuencias de sus excesos; compran y conducen los autos deportivos más veloces que pueden encontrar y después de todo, resultan tan ridículos y grotescos como el legendario Tony Montana alias Scarface; muchos de ellos regresan a sus pueblos y rancherías pavoneando sus posesiones como nuevos ricos; nunca hablan, se olvidan de todas las humillaciones de que fueron objeto y el hacinamiento en que vivieron. Esa es la experiencia del migrante, sufre y sufre y presume que la ha pasado chévere, chévere; sus aspiraciones son burda imitación de consumir lo que produce el capitalismo. La capacidad seductora del capital ha tocado hasta a los rusos y a los chinos después de la experiencia del socialismo.
Y he extendido sobre el mantel las “delicias del paraíso” que se busca en el nido de la serpiente, aunque sólo sean unas cuantas. Sin embargo, muchas son las cualidades que a los mexicanos, como apunta Anthony Bourdain asisten y se anotan a nosotros y sólo se ha referido a lo que más ha probado: la maravillosa gastronomía que se encuentra en cada casa, en cada fogón, en cada mujer que ama hacer de comer en este país, porque yo agregaría las incontables anécdotas valiosas de nuestra historia por las que estamos aún aquí, por las que ha sobrevivido nuestra cultura, nuestro maíz, nuestros remedios, nuestra medicina, nuestras lenguas originarias, nuestra música, nuestros bordados, nuestros murales, nuestros basamentos piramidales, nuestra forma de venir al mundo, de mirar el mundo, de levantarnos y seguir pese a los pesares y todo sin arrebatarle nada a nadie y sin meternos en asuntos ajenos.
Los migrantes que se fueron ya han regresado a México. Los que quieren entrar ahora por debajo de los muros son en su mayoría, de más al sur sólo que, como me dijo mi padre un día: “los gringos no saben geografía; creen que el mundo es sólo América y América es USA”. Y de eso, la prueba es el asunto del Golfo de México. Eso sólo podría ocurrírsele a alguien que sólo usa la cabeza para peinarse un copete de injertos peliteñidos.
Vivo en una región donde muchos hombres y sus familias han emigrado hacia el Norte; nunca les he animado, muy por el contrario, les he alertado sobre lo que hay detrás del muro. Allá murió mi padre, pero está acá donde quiso reposar. Siempre criticó la política intervencionista y supremacista de Estados Unidos, sabía lo que era el racismo, lo vivió en carne propia con un padrastro tejano y en los años de la lucha de Martin Luther King, lo escuché hablar del tema cuando tenía seis años; se alejaba precautoriamente de quien fuera racista.
A cualquiera le asiste el derecho a soñar, pero no sólo existe un lugar para realizarlos. Hay pobreza en esa perspectiva, más pobreza que la material que persigue a los migrantes que pasan por nuestros caminos. El mundo es muy grande para caminarlo y seguir soñando. Me ha tocado en suerte ver la debilidad de este imperio al que no le queda más que amenazar y esta decadencia que como en tiempos de la Antigua Roma se piensa eterno, se desmorona por sus propias carencias y voluntades y el resto del mundo siguió, sigue allí y ha sobrevivido porque todas sus creaciones y tentaciones no son necesarias para un pueblo que lo tiene todo, en silencio, como el nuestro.