Confieso que ante tanta polémica y discusión sobre nuestro origen como mexicanos me sentí atribulado, como si no perteneciéramos a algo y fuéramos unos hijos de la chingada y padre desconocido. Mi estado de congoja creció cuando en la televisión pasaban actos vandálicos en contra de las estatuas de Cristóbal Colón, Junípero Serra y otros misioneros y conquistadores. Cansado de tanta violencia inútil provocada por grupos “presentistas” e ignorantes de la Historia mejor opté escaparme a un lugar que me proporcionara reposo, fuera de la internet y otros medios electrónicos, un sitio en el que recobrara mi paz interior, en el que pudiera aplicar aquello de “amarás a tu próximo como a ti mismo”. Esta vez no quise ir a Bernal porque ya sé cómo se pone los fines de semana con borrachos e irresponsables chilangos y mexiquenses, amén de los rangers de la cuarta región que con una michelada se ponen harto pendejos y juegan arrancones con música corriente a altos decibeles.
Decidí entonces reservar una cabaña en San Juan de los Durán, municipio de Jalpan, en el norte más remoto de nuestro estado, allá donde la señora Yolanda Hernández de Burgos, acompañada de otras señoronas como Conchita Sicilia Chávez, Carmelita Beltrán de Alcocer, Carmelita de Vega Juárez, llevaron bienestar y desarrollo en una época (1991-1994) en que se hacían casi once horas de la ciudad de Santiago de Querétaro hasta esa bella y boscosa comunidad donde ahora ya hay camino asfaltado.
Nomás llegar y contemplar la Vía Láctea, la luna y millones de estrellas, mi espíritu regresó a mi maltratado cuerpo y recuperé mi niño interior, tendiéndome en el pasto natural con todo y bellotas en una orgía de pinos y abetos. Con el gozo que me dio ese viaje me fui a dormir a mi cabaña en medio del aire perfumado y la quietud de la noche, por lo que Morfeo me atrapó inmediatamente, sin siquiera echarle una mano a la diosa Afrodita y menos a Baco.
En medio de la neblina y el frío me desperté, porque olvidé cerrar una ventana de mi cuarto, y mi sorpresa no tuvo límites cuando descubrí en el rellano, cómodamente sentado, a un hombre de barba, melena medieval, mediana estatura, rengueando al caminar, con armadura y espada, quien me dijo me buscaba porque su alma no dejaba de penar desde 1547 en que murió en Castilleja de la Cuesta, España, pero que aunque había nacido en Extremadura se sentía más mexicano que ninguno. Me externó con tristeza que habían pasado algunos años para que sus restos mortales por fin llegaran a México, de manera discreta y sin homenajes, para ser depositados en un lugar oscuro y casi invisible en la capilla del Hospital de Jesús en la capital de su Nueva España, la que él fundó por encima de la gran Tenochtitlán que él conquistó y por fin tomó el 13 de agosto de 1521, en una guerra sin igual comandando 400 castellanos contra 150 mil aztecas.
Lo invité a tomar asiento en un sillón de bejuco y entre sollozos me musitó que Carlos V de Alemania y Carlos I de España, emperador de Flandes y Sicilia, le pagó muy mal sus servicios a la corona imperial, que ya ni siquiera lo recibía en privado y que le permutó por el marquesado de Oaxaca todo el poder de Capitán General de la Nueva España, la que le quitó nombrando oidores para la Audiencia de México en 1527 y virrey a partir de 1535, aunque esto no lo sepa un cronista marquesino normalmente desinformado. Me confesó que esta actitud del emperador Carlos fue porque tenía miedo de que él. Hernán Cortés, se “levantara con el Reino novohispano” e independizara a la Nueva España de España proclamándose rey.
Con un gesto de rabia me expresó que él nunca pensó en eso, pero que mejor lo hubiera hecho para librar a la Nueva España de trescientos años de expoliación y de sufrimientos en una Guerra de Independencia por once años, la que al final de cuentas resultó inútil al llegar al trono imperial el muy ambicioso de Agustín de Iturbide. ¡Sí!, gritó con desesperación, “me hubiera levantado contra España y les hubiera evitado la Inquisición, los encomenderos, la esclavitud real, la destrucción de su cultura y forma de vida, el saqueo de los recursos naturales y tanta barbaridad cometida en nombre de Dios”. “Si bien soy acusado de haber hecho justicia por propia mano en contra de algunos infieles, nunca usé la violencia discrecionalmente ni injustificadamente, sólo en algunos casos para dar castigos ejemplares; nunca fui violento o desalmado como Pedro de Alvarado o Nuño de Guzmán, carniceros. Yo no tengo las manos ensangretadas de indios”.
“¿Cómo es posible que en la península de Baja California, en Sonora y Sinaloa sea homenajeado como un civilizador y que en el sur y centro mexicanos me odien, calumnien y escupan sobre mi tumba cuando yo soy el fundador de lo que hoy es México?.” Estaba llorando como desquiciado cuando me dio ese argumento y todavía me subrayó: “los mexicanos y la nación mexicana no existían antes de mí: yo conquisté Tenochtitlán y a los aztecas porque no había un México, había varias naciones, muchas esclavizadas bajo el yugo mexica al que odiaban por sus odiosos sacrificios e impuestos. Yo soy el padre de lo que hoy es México y no me lo toman en cuenta, al contrario, me desprecian y vituperan. México es el único pueblo que reniega de su padre, por eso no es estable ni feliz, por eso se siente gente de ninguna parte, ni español ni indio, cuando la verdad es que yo consolidé lo sincrético y lo mestizo, queriendo obtener lo mejor de las dos culturas en choque o encuentro, y vea Divo Peregrino, no tengo una sola estatua ni monumento ni calle ni población con mi nombre en México, solamente un mar que prefieren llamar Golfo de California en lugar de Mar de Cortés, del que fui descubridor”. Me contó que aunque la naciente España -fundada apenas en 1494- era medieval, él era renacentista y que llegó a sentir amor inmenso por esta tierra y sus aborígenes, a los que siempre respetó y nunca maltrató, además de que era inocente de la muerte de Moctezuma II, mismo que ya quería morir al sentirse socavado en su gran poder.
También me habló de los planes de sus hijos Martín Cortés (hijo de La Malinche) y Martín Cortés (hijo de Juana de Zúñiga) que fueron encarcelados y torturados por querer independizar la Nueva España ante la injusticia de la Corona española. “Eso lo llevaban en sus genes”- me contó, orgulloso de esos dos hijos, por sobre los otros diez que tuvo, de un total de doce. “México nunca va a ser feliz mientras siga recordando con rencor el parto de la conquista, de su doloroso nacimiento como nación, ya que lamiéndose las heridas, éstas jamás cicatrizan”, me dijo entrecortadamente, con las manos entre la frente y la cerviz agachada entre las piernas. “México tiene que ver hacia adelante y cuando vea hacia atrás que sea nomás por aprendizaje para comprender el presente pero no odiando a sus padres, a sus fundadores”, gritó con fuerza.
Con arrepentimiento manifiesto me confesó que abandonó a La Malinche y a su bastardo Martín una vez que cayó Tenochtitlan, ya no le servía ella para gobernar aunque lo ayudó mucho con su dominio de lenguas en la conquista: después de 1521 ya le estorbaba y la desposó con Juan de Xaramillo, muriendo de viruela en 1527 allá por la costa de Veracruz, legitimando al pequeño Martín mestizo en 1529, el cual finalmente sepultó a su madre por el rumbo de Iztapalapa en una tierra pantanosa. Abarcó tanta carne de mujeres como tierra en favor de España y de él mismo. Recordemos cuando el emperador Carlos V no lo quería recibir en la Corte y Cortés se subió al estribo del carruaje imperial y al preguntar el monarca “¿Quién sois atrevido?”, Cortés le contestó con mucha seguridad: “El que te ha dado más territorios que tu padre y tu madre juntos”.
Con mucha amargura me contó los litigios levantados por envidiosos de su grandeza, que España era el país de la envidia y más tratándose de un hijodalgo mediano, uno que le legó a su Imperio español un territorio nueve veces más grande que España, y que después de esta hazaña se enfrentó a juicios interminables, habitando en ventas asquerosas, adeudando dinero a sastres y criados, para morir finalmente zurrado víctima de la disentería contando solamente con la presencia de su hijo Martín el español y un fraile franciscano en 1547, cerca de Sevilla.
En contraste con los malandrines de la Corte y su ingrato jefe imperial, el duque de Medina Sidonia organizó unas exequias espléndidas en el monasterio de San Francisco en Sevilla, llenó la iglesia de paños negros y cirios y hachas ardientes, banderas y pendones con el escudo del Marqués del Valle de Oaxaca, Capitán General de la Nueva España y Conquistador de México, “títulos que jamás me podrán quitar los envidiosos y desmemoriados”- me dijo. (Continuará).