El proceso judicial al que fue sometido Jesús de Nazaret constituye, sin duda, uno de los acontecimientos jurídicos más discutidos y polémicos de la historia universal. No solo por sus implicaciones religiosas y espirituales, sino por las flagrantes irregularidades que se cometieron bajo la forma del Derecho vigente tanto en la ley mosaica como en la legislación romana. Diversos estudiosos como Josef Blinzler, José María Rivas Alba e Ignacio Burgoa han profundizado en el análisis jurídico-teológico de este proceso, concluyendo, cada uno desde su perspectiva, que lo que se llevó a cabo no fue propiamente un juicio, sino una ejecución disfrazada de legalidad.
A través del análisis bíblico, talmúdico y romano, se revela que este proceso fue una parodia judicial en la que se conculcaron sistemáticamente los principios legales de dos tradiciones jurídicas paralelas: la hebrea y la romana. Hubo dos jurisdicciones solapadas. En la época del Segundo Templo, el Sanedrín tenía competencia plena en materia religiosa, civil y penal, bajo la ley mosaica. Sin embargo, bajo el dominio romano, esta jurisdicción se veía limitada por el derecho imperial. El Evangelio de Juan (18,31) lo refleja con claridad: “A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie”, señalando que el imperium sobre la pena capital correspondía a Roma.
En tiempos de Jesús, Judea era una provincia sometida al Imperio Romano, pero conservaba su sistema de justicia religiosa bajo la autoridad del Sanedrín, el consejo supremo de los judíos. Este órgano ejercía jurisdicción sobre cuestiones religiosas y civiles de los israelitas, si bien el derecho a ejecutar una pena capital estaba reservado al poder romano. Como se advierte en el citado Evangelio de Juan, los judíos declaran ante Poncio Pilato lo que evidencia su limitación legal.
El Talmud, en el tratado Sanedrín, establece detalladas garantías procesales: se requerían testigos idóneos, juicios públicos, la prohibición de condenar el mismo día de la acusación en casos capitales, y la obligación de que los jueces buscaran la absolución del acusado. En cambio, la legislación romana se regía por el principio del ius gentium, que concedía ciertos derechos procesales incluso a los no ciudadanos, como el derecho a ser oído, a conocer la acusación y a apelar.
Ley hebrea era clara pues exigía jueces justos que no perviertan el juicio ni acepten soborno, y establecía normas para los juicios capitales: deben celebrarse de día, no en vísperas de festividades, deben durar al menos dos días, los jueces deben votar a favor de la absolución, no de la condena, y deben presentarse al menos dos testigos verídicos y concordantes.
El arresto de Jesús se produce de noche, en el huerto de Getsemaní (Mt 26,47-56), por un grupo armado enviado por los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo. Según Burgoa, esto ya constituye una violación del procedimiento legal judío, que prohibía efectuar arrestos nocturnos salvo en casos de flagrancia, lo cual no se aplicaba a Jesús. La connivencia entre Judas y las autoridades religiosas también cuestiona la legitimidad moral del procedimiento.
Jesús fue detenido por un destacamento enviado por los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo durante la noche (Mc 14,43-46). Según la Mishná (Sanedrín IV,1), las causas capitales debían celebrarse de día y no podía haber arrestos nocturnos, salvo in flagrante delicto, lo cual no aplica al caso de Jesús. Este acto fue jurídicamente nulo de pleno derecho en el contexto judío, además de que la traición de Judas como colaborador del arresto corrompe la imparcialidad del procedimiento.
El primer juicio, de carácter religioso, se celebra ante el Sanedrín. Según el Evangelio de Marcos (14,53-65), Jesús es conducido ante el sumo sacerdote Caifás y otros miembros del consejo durante la noche. Este solo hecho contraviene la norma del Talmud que prohíbe juicios nocturnos en causas capitales (Sanedrín IV,1).
La acusación principal es la blasfemia, al proclamarse Hijo de Dios (Mc 14,61-64). Sin embargo, los testigos ofrecidos por la parte acusadora presentan testimonios contradictorios, lo cual, según el Talmud, debería invalidar automáticamente el proceso (Sanedrín V,2). A pesar de ello, Caifás pronuncia una condena basada en una declaración autoincriminatoria, lo cual era jurídicamente inválido en el derecho hebreo, que no admitía confesiones como prueba suficiente para pena capital.
El Sanedrín, compuesto por 71 jueces (según Sanedrín I,6), juzga a Jesús en casa del sumo sacerdote Caifás, en una sesión nocturna (Mc 14,53), lo cual contraviene varias normas de procedimiento, como: (i) la prohibición de juicios nocturnos; (ii) un juicio en vísperas de Pascua; (iii) la ausencia de un defensor; (iv) el uso de testigos falsos y contradictorios; (v) la condena por confesión propia; y, (vi) una sentencia inmediata sin un día de deliberación, lo que apunta a una clara voluntad de eliminar rápidamente al acusado.
Como el Sanedrín no podía ejecutar la pena capital, remite a Jesús ante el prefecto romano Poncio Pilato. Este proceso es aún más paradójico. La acusación cambia: de un delito religioso se transforma en una imputación política, al presentarse a Jesús como alguien que se proclama “Rey de los judíos”, una amenaza contra la autoridad del César (Lc 23,2).
Al no poder ejecutar la sentencia, los líderes religiosos remiten a Jesús ante Poncio Pilato (Lc 23,1-7). Aquí se transforma la acusación: ya no se trata de blasfemia, sino de sedición, al proclamarse “Rey de los Judíos” (Lc 23,2). Este cambio constituye un fraude procesal, pues se acusa a Jesús de un delito diferente sin iniciar un nuevo proceso formal. Las irregularidades conforme al Derecho romano fueron: (i) la falta de acusación formal; (ii) un interrogatorio sin defensa; (iii) el reconocimiento de inocencia sin absolución; (iv) la tortura previa al juicio; (v) la coacción popular; y, (vi) la crucifixión sin sentencia escrita. Lo cual violó al menos las normas contenidas en Lex Julia, el Digesto y la Actio famosa.
Pilato, tras interrogar a Jesús y constatar su inocencia (Jn 18,38), intenta liberarlo conforme a la costumbre pascual. Sin embargo, cede ante la presión de la multitud instigada por los sacerdotes. Como explica, Pilato actúa no como juez, sino como político, anteponiendo la estabilidad de su gobierno a la justicia. El lavarse las manos (Mt 27,24) es un gesto simbólico que revela su conciencia de la injusticia, pero no lo exime de su responsabilidad legal.
El proceso romano también incurre en violaciones sustanciales: no hubo acusación formal ni defensa efectiva, y la pena fue dictada sin pruebas ni sentencia escrita. Además, la flagelación previa y la coronación de espinas son actos de tortura prohibidos por el ius civile romano.
El proceso de Jesús de Nazaret, visto desde una perspectiva jurídica rigurosa, constituye una grave vulneración de las garantías procesales reconocidas tanto en la ley hebrea como en el derecho romano. Fue un juicio espurio, cargado de irregularidades, sin debido proceso, con testigos falsos, sin defensa, y con una condena basada en intereses políticos y religiosos más que en hechos probados.
Como afirma Burgoa, “más que un juicio, fue una ejecución encubierta”. El proceso de Cristo no solo revela las fallas humanas del poder y la justicia, sino que, paradójicamente, también se convierte en el símbolo de la redención a través del sufrimiento del inocente.
Más allá del análisis legal, el proceso de Jesús revela la tensión eterna entre la ley y el poder, entre la justicia y la conveniencia política. Su figura no fue condenada por crímenes reales, sino por la incomodidad que su mensaje provocaba en los poderosos. En palabras de Blinzler, fue “el inocente por excelencia” condenado por el miedo, la hipocresía y la ceguera de los líderes de su tiempo.