El sello estaba a punto de caer dentro de las hojas de papiro, en donde se escribía de puño y letra de Agustín Cosme de Iturbide, fechado el Sello Quarto:
«Un Quartillo, Años de mil ochocientos veinte y veinte uno, El Plan de Independencia de la América Septentrional…»
Comenzando el texto llamando “americanos” a todos quienes conformaban la extinta Nueva España…
Se establecía la Independencia de estas tierras —situación que la misma España ya veía venir, por las invasiones napoleónicas, más que por nuestra fuerza de querer ser libres—, respetar la monarquía de Fernando séptimo —que la propia corte de Cádiz lo reconocía, por ello Iturbide lo haría, sería posible que se echara encima más enemigos en caso de no aceptarlo—.
En el mismo documento se establece que la religión católica sería la de estas tierras, sabedor Iturbide que Inglaterra ya en las colonias del norte los presbiteranos y mormones dominaban el poder, que aquí necesitaba aliados de las jerarquías católicas.
Establecer la unión de todas las clases sociales —usando este término, que después sería la base del pensamiento marxista… ¿extraño no? — dentro del mismo documento, Iturbide invitaba a cualquier insurgente – que no eran los menos— a conformarse dentro del Ejército Trigarante.
Iturbide no era en nada nuevo en estos menesteres, el ejército Trigarante —o de las tres garantías: religión católica, independencia de toda la América septentrional y la unión de todos los exnovohispanos— buscaba dar a conocer el bando de Independencia de España, pero para ello requería que todas las fuerzas armadas, estuvieran de su lado, procurar en la medida, desarmar a la población —¡un chico listo este Iturbide! —.
Gráficamente representó las tres garantías en un lienzo con los colores verde, rojo y blanco, con una estrella dorada en cada una de las bandas ¡así partió por todo el territorio en una lucha de reconciliación y pacificación de las tierras! por la mente de Iturbide quedaba claro que la historia —¡Nuestro Señor! como él le llamó— le había dado el tiempo perfecto para lograr la independencia de la América Septentrional debido a que al Rey Fernando VII se le une Rusia, Austria y Prusia que le dieron noventa y cinco mil soldados para sostenerse en el trono y en el poder.
¡Mientras tanto Iturbide no la tenía nada sencilla! su excapitán Obeso del ejército realista en Oaxaca, Zarzosa en San Luis Potosí, Joaquín Arredondo en Tlaxcala, y en Querétaro del ejército de los “Luaces” Domingo Estanislao de Loaces y más de 14 batallones fieles a los realistas, esperaban a Iturbide para darle batalla.
¡El general Rionda tomó Acapulco! Marmolejo hizo lo mismo con Cuernavaca, en Orizaba lo esperaba Antonio López de Santana.
Anastasio Bustamante y Luis Cortázar, resguardaban Guanajuato y parte de Salamanca, en Querétaro, los famosos Dragones de la Reina, esperaban a Iturbide para lograr asestarle una batalla sin precedentes, José Joaquín Herrera esperaba con ansia el choque contra el ejército Trigarante, para establecer el dominio y debilitarlo.
Toda la América Septentrional espera el choque contra Iturbide y su poderoso ejército — ahora aunado el de Vicente Guerrero— no habría tregua, considerado un traidor a la corona, llegando noticias de la Constitución de Cádiz, se esperaban otros años más de lucha intestinal, tal vez, para diezmar por completo a la población.
¡Pero la guerra de Iturbide fue de negociaciones! No pretendía derramar gota alguna de sangre, estaba cansado de ello.
Intercambió con infinidad de generales, invitándoles a la unión del ejército Trigarante, a lo que “demasiados” consideraron la salida diplomática, recordaron que Iturbide ya no era el traidor, sino quien deseaba ya también terminar con las luchas internas.
Por su parte, España dividió a la Nueva España en siete provincias, dejando un jefe de todas ellas, teniendo un poder cada uno en la región que les tocaba —para poder dar información inmediata al responsable de las provincias— el jefe político superior reconocido por Iturbide, fue Juan José Rafael Teodomiro de O›Donojú y O›Ryan, a quien se le considera el último virrey —así lo esgrimía el propio pacificador—.
Resultado de la proclama de el Plan de Independencia de la América Septentrional —que con el tiempo fue llamado Plan de Iguala— en donde se establecía la creación de un cuerpo de gobierno llamado Junta Provisional Gubernativa, firmado el 24 de agosto de 1821 el tratado de Córdoba, por Agustín de Iturbide y Juan de O´Donojú, donde verdaderamente ya se establecía la tierra libre.
¡América era ya libre!
El 27 de septiembre del mismo año con 16 230 efectivos, el ejército Trigarante ingresó a la ciudad de México, en un desfile sin precedentes, con más de 68 cañones dando salvas de victoria, Iturbide logró pacificar a la América Septentrional —a base de algunas batallas —pero en general, con una serie de negociaciones y pláticas, así como cartas al rey de España, haciéndole saber el valor de lograr dar un paso trascendental, como lo era la independencia de estas tierras.
¡Iturbide iba flanqueado por Vicente Guerrero y Nicolás Bravo!
Entraron a una ciudad bañada de papelitos de colores verde, rojo y blanco, en señal de la aceptación de la nueva bandera, los balcones de las casas señoriales, también en cadenas de papel de colores celebraban el ingreso de tan inmenso ejército — hermosamente vestidos de gala todos los soldados sin excepción—.
Para tal ocasión Iturbide había solicitado ¡riguroso traje de gala al ingreso a la ciudad de México!
En las calles se apretujó la gente par ver pasar al libertador de las américas, al benemérito de las huestes, al ya encargado de la ciudad n¡como los romanos cuando recibían al césar después de una exitosa campaña de conquista!
¡Nadie se acordaba de Hidalgo, de Morelos de la Josefa o de Leona Vicario! habían sido borrados por la mente maestra del libertador de la opresión, ¡el césar!… ¡el césar! — le gritaban cuando le veían de cerca—.
¡Desmayos de jóvenes! ¡los hombres lloraban al verlo! ¡era el titán de la libertad! ¡el que había terminado con las guerras de miles de muertos! —que amenazaban ya una catástrofe de salud, por la posible reaparición de la peste, por las condiciones insalubres de los entierros—.
¡Eres tú Iturbide nuestro libertador! ¡la corona de laureles…! ¡la corona de laureles…! pedían a gritos ensordecedores a los regentes de la ciudad que le entregaran!
¡corónalo…! ¡corónalo…!
¡Las campanas de los templos daban vueltas y sonaban con ensordecedora magnitud! ¡como nunca en siglos!
Vicente Guerrero miraba de reojo a Nicolás Bravo, nervioso de que la gente se saliera de sus casillas, en la locura de la pasión de las masas ¡ocurriera un atentado!
Con su excelso uniforme de gran general de las fuerzas supremas del Trigarante, Vicente Guerrero ¡ocurrió levantar su espada en señal de victoria…!
¡la ola de gritos fue estruendosa!
—¡Salve a nuestro General Iturbide Libertador de la América! – indicó Guerrero…
—Ssalve! ¡Dios le salve!… ¡salve! — gritaba la chusma enardecida.¡Al unísono los millares de personas! en el espacio de la gran plaza de la Constitución — nombre que se le coloca por la recién de Cádiz —ahí se encontraba la escultura hermosa del rey Carlos IV; que tuvo que ser cubierta, porque la gente llenaba la plaza a borbotones y se creía la fueran a destrozar.
¡Se hizo un templete para que allí fuera escuchado Iturbide!
Cuando descendió de su monta, Iturbide colapsaba de emociones, miles de pensamientos le daban las garantías.
¡Nunca! —ni en sus más deseosos sueños— ¡se asimilaba a lo que estaba viviendo!
Subió al templete que rodeaba la cubierta, y a la escultura del rey Carlos IV, y cada paso que daba la multitud le aplaudía y le gritaba ¡alzaba la mano en señal de saludo! la gente se abalanzaba en gritos de ¡vivas! algo inexplicable, por un solo paso que daba explotaba la plaza de fervor y entusiasmo, caminaba de un lado para otro, sin siquiera decir una palabra ¡todos le aclamaban!
¡Nicolás Bravo después escribiría lo impactante de este suceso!
—¡Americanos! — dijo Iturbide a una sola voz ronca y profunda, que calló a toda la plaza— hoy la vida nos ha dado la capacidad de volvernos a encontrar, que salgamos de nuestros refugios, de nuestro encierro, de estar aprisionados en nuestras propias casas, de que nuestros enemigos hoy sean hermanos, que el yugo de la esclavitud del reino de ultramar se abolió de una manera trágica, llena de dolor y falta de esperanza… la angustia es ahora nuestro dominio, pero no lo será por más tiempo. ¡abracemos la libertad…! … a mí me ha tocado liberar a la América, a Ustedes… ¡les toca ser felices ante esta nueva condición…! —sentenció el discurso, los gritos de la ovación opacaban el ruido de las campanas de todos los templos de la capital que no cesaban de sonar.
¡Desde los balcones las familias gritaban vítores! el vino y la comida corrieron por todos lados ¡todos se abrazaban! ¡se besaban! fue una fiesta como nunca en la ciudad se había visto.
—¡somos libres— ovacionaba la gente a cada momento.
¡La música se escuchaba por todos lados! los héroes que desfilaron, por la noche fueron recibidos en el palacio del ayuntamiento, en una gala, en donde la música y los convites, fueron proporcionados por la junta de gobierno, por obvias razones tanto Iturbide, como Guerrero fueron el centro de la ocasión ¡aún adentro del palacio se escuchaban las fiestas por toda la ciudad! las calles que rodeaban al palacio estaban atestadas de la chusma celebrando, inclusive algunos golpes y rencillas, pero nada de que preocuparse.
María Ignacia Rodríguez de Velasco, se acercó a Iturbide de manera ya no escondida, lo cual le permitía tener un acercamiento, sin tener que dispensar a la guardia de escoltas del general.
Moviendo su abanico —para desprender el perfume de sus carnosos pechos y le llegarán a Iturbide— se acercó para increpar al galardonado.
—¡Me miro ante los pies del libertador de las américas! ¡al prócer y benemérito de las águilas de nuestros antepasados!
—Estas ante un simple general que logró pacificar a sangre esta región.
Ella continuó coqueta.
—En mucho el general Guerrero se le mira más atento a las demás que Usted mi general.
—Vicente es un héroe vivo ¡la mitad de mi logro es de él, tuvo la visión del vigía que dirige el camino de nuestra América.
—¡Es guapo y viril! —refirió María Ignacia.
—¿Deseas a Vicente como a mí?
—¡Como a Usted no!
¡Una mujer hermosa de verdad! se le contaban amoríos con infinidad de gente pudiente de la clase dominante de estos tiempos, sabía manejar muy bien sus dotes de mujer, ante las aburridas esposas de las cúpulas de la alta aristocracia de la ciudad de México, el propio desfile de Iturbide en la ciudad tuvo que ser desviado hacia la calle en donde ella lo esperaba desde su balcón. María Ignacia Rodríguez, la conocían mejor por el mote de la “güera rodríguez”, quien en su riqueza, no solo apoyó a Hidalgo y Morelos, sino que traficaba con la información entre los españoles —amantes —e insurgentes— también propios de la actividad.
Ya se preparaban para cenar, cuando María Ignacia le tomó de la mano a Iturbide y lo acercó a su cuerpo —él sintió los perfumes que le embriagaban— ¡que le recordaban a su mulata! cuando mancebo.
—¡Tengo información que te convendrá!
—¡Espera a que termine de cenar!
— No puede esperar… ¡la junta de gobierno busca un emperador!