EL JICOTE
Mi padre falleció en un accidente automovilístico un 14 de febrero. Desde adolescente siempre recuerdo que en este día, por la mañana, cumplía con los rituales propios de los aniversarios luctuosos y, en la tarde, festejaba jubiloso el sangronsísimo San Valentín. Azares del destino me enseñaron precozmente a descubrir uno de los grandes dramas del arte, y tal vez de la vida: el amor y la muerte están unidos. Es difícil aceptar esto cuando al amor lo asociamos con la máxima alegría, con la culminación intensa de la vida, con todo aquello que palpita. Pero también es cierto que hemos sido educados y cultivados en la literatura, la música o el cine, en el valor de que no existe verdadero amor si éste no ha padecido acosos, amenazas, perturbaciones. Todos nos jactamos de haber vencido pequeños o grandes problemas, y reservamos la leyenda o el mito para quienes, con su muerte voluntaria, avalan la trascendencia y verdad de su amor. El motivo es claro. Amor y muerte, porque la muerte por amor pareciera no el marchitamiento de la vida sino su exuberancia; amor y muerte, porque agotadas las posibilidades de gozo de la vida no queda mayor desafío que el voluptuoso enigma del más allá; amor y muerte, simplemente por jugar a acabar todo en un instante, por la posibilidad de prolongar el amor hasta la eternidad. Vayamos a nuestro tema del suicidio ¿Qué hay en la mente de los amantes que se suicidan? Creo que en Romeo, como todo aquel que llega al martirio por amor, hay una personalidad romántica y fundamentalista. El amor, y más aún el apasionado, dura muy poco, y no hay camino más seguro para preservar su idealización que morir rápidamente. Romeo estaba consciente de que la rutina, con sus dientes afilados y terribles, acabaría con la flama brillante y espectacular de la pasión y dejaría los leños pálidos de la vida. Esto era demasiado para él. Mejor morir en la cumbre sagrada de la muerte, que esperar a que Julieta engordara, intentara vanamente bajar la lonja montando en bicicleta; un día de tantos se quejara de lo mucho que había subido el precio del espagueti y antes de caminar por Verona le preguntara a Romeo: “¿Cómo me veo con este vestido”? ¡Qué horror! En el amante suicida existe un narcisista receloso, pues en el fondo de todo aquel que ama hay una profunda desconfianza de que sea realmente correspondido, y la última, y tal vez la única prueba, es el desprecio a la vida. Hay también, como en todo suicida, un valiente y un cobarde. Valiente por morir, y cobarde, porque no hay más audaz estratagema para ahuyentar la soledad de la muerte, que morir de acuerdo y al mismo tiempo con otro. Me pregunto: ¿Yo podría suicidarme por amor? Tal vez, sería un domingo en la tarde, habría perdido el América, los Pumas y los Gallos. La tele estaría descompuesta, no tendría dinero para el cine y en el radio la Hora Nacional. Pero ¿cómo lo haría? En la Edad Media los amantes despechados se comían las cartas de la amada hasta asfixiarse. Yo me tendría que comer varios USB, el problema es que repito mucho el plástico. El amor es el más excelso de los sentimientos de los humanos y nada le puede ser ajeno, incluso, por supuesto, la muerte. No nos escandalicemos. La vida, la muerte, el odio, el amor ¿dónde empieza uno? ¿dónde acaba el otro?