La pandemia de la Covid19 ha significado enormes pérdidas en vidas humanas, empleos y daños importantísimos a la economía mundial y ha puesto de relieve la fragilidad humana ante la enfermedad y la muerte, pero sobre todo, ante la propia muerte que vemos reflejada en la muerte del “otro”, por eso resultan irresponsables afirmaciones como la del vocero estatal Rafael López González de que “Ya no lucharán más en el gobierno estatal contra quienes se resisten a aplicar el confinamiento social y las medidas sanitarias para mitigar los estragos de la pandemia…que aquellos que quieran contagiarse y enfrentar la posibilidad de morir en los próximos quince días, son libres de hacerlo” (Plaza de Armas, 8 de enero 2021).
En vez de comprender que la comunicación oficial debe ser de apoyo y de que debe contener un sentido de fuerza, de autoridad, declina y se convierte en parte del problema al le transferir la culpa a la sociedad y con ello canalizar la hostilidad inconsciente hacia el propio sujeto, que en algunos casos se convierte en suicidio. El vocero estatal no tiene idea de la importancia de generar conciencia social para detectar y prevenir que estos casos desemboquen en la fatídica decisión de terminar con la vida. Contribuye al caos generado por la pandemia. No es asunto menor, la tasa de suicidio se ha incrementado en porcentajes altísimos, de alrededor del 20 por ciento, siendo la segunda causa de muerte entre jóvenes de 15 a 29 años de edad. Las vidas de los queretanos importan.
La pandemia nos ha acercado de manera brutal a la conciencia de la vulnerabilidad humana, al tempo de la muerte, recordaremos el 2020 como el año de la muerte de muchísimos seres queridos y figuras representativas. No es adecuado decir que la depresión lleva al suicidio a pesar de que la depresión no es un problema superficial, se trata de otras variables mucho más profundas, que surgen de pulsiones inconscientes.
El deseo de vivir persiste en la medida en que las condiciones físicas de existencia están garantizadas, pero, ante la inminencia de la muerte, cambian las expectativas. El miedo a morir no proviene de una catástrofe natural o de una guerra, sino de la tercera fuente de la angustia que menciona Freud: la enfermedad, una enfermedad invisible de la que todos hablan y nadie ve. Así, como nos ha sido impuesta, en palabras de Freud, una vez contagiados la vida nos resulta una labor demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, decepciones y empresas imposibles, en el entorno de la enfermedad.
Son varias las técnicas señaladas a las que recurre el hombre para aliviar el sufrimiento: la reorientación de los fines de manera tal que eludan la frustración del mundo exterior; la sublimación de las pulsiones que puedan acrecentar el placer hacia el trabajo psíquico e intelectual; la búsqueda del camino hacia el placer que produzca la belleza y el acercamiento al amor sexual, e incluso a la religión, que promete para todos un camino único hacia la felicidad y la reducción del sufrimiento. El internet se ha convertido en refugio sustituto de la cercanía amorosa del otro. Pero también existe la salida por la puerta falsa del suicidio. El predominio de la pulsión de muerte.
Estar enfermo (in-firmus, etimológicamente, sin fuerzas, incapaz de mantenerse firme, sin poder estar firme de pie), es una condición natural de nuestro cuerpo, perecedero, limitado en su capacidad de adaptación y rendimiento. Una conjetura hay aquí, de entrada, Freud nos indica las referencias que nos permiten hablar de la condición del ser humano, como ser mísero, mutilado, castrado simbólicamente y determinado como cuerpo biológico perecedero.
El narcisismo, que en la niñez construye el psiquismo a partir del deseo del otro, no es eterno, tiene una vertiente entrópica fatal, ineludible. Como dice Freud, en El yo y el ello, el yo es ante todo un yo corporal, no sólo ser de superficie sino la proyección misma de una superficie. Parte de un yo derivado de las sensaciones corporales, principalmente las que tienen su fuente en la superficie del cuerpo que, si bien lo aparta de la naturaleza por su identidad simbólica, lo determina también porque se encuentra atado a ella y al mismo tiempo, indefenso. Una vez que se presentan los primeros síntomas, se acude al médico. El supuesto saber de éste dará claridad al ser, al ser enfermo, a la ruta de la muerte a la que conduce la Covid19. El cuerpo, como mediador entre el sujeto y el mundo, hace que nuestras experiencias de la realidad dependan de la integridad del organismo que se apaga lentamente, donde se anuda la motricidad en ese cuerpo subjetivado. El goce ya no espera la homeostasis placentera de antes, de que nos habla Daniel Gerber (1). Se extingue la palabra, el diálogo, el símbolo y el contagiado o el miedo al contagio, hace pasar al acto, a lo real del cuerpo, a la muerte por Covid19 y, en un porcentaje muy elevado de casos, por suicidio.
De lo que no quiere saber el hombre es de lo nimio de su condición humana. El yo trata de dominar los procesos misteriosos de la naturaleza que se manifiestan dentro de su propio cuerpo, la angustia del dolor y la cercanía del fin. No puede permitir que el cuerpo tenga preponderancia sobre el hombre. Esto habla de la limitación de la condición humana, del incomprensible misterio del cuerpo y del mundo. El hombre aprende que su libertad, como ser único, se ve frenada por el cuerpo y sus apéndices que determinan lo que él es. El enfermo o quienes son cercanos a él se ven incapacitados para reanudar el pasado de su cuerpo con el futuro, no quieren rehistorizar y, entonces, la única salida que ven es poner fin a la existencia. Se trata de la consumación de la función entrópica del narcisismo.
(1) Gerber W. Daniel. “El cuerpo erógeno: entre significado y goce”, en la revista de Psicología, Psicoanálisis y Cultura: Erinias, El cuerpo y lo somático. Escuela Libre de Psicología, Año 1, Núm. 2, invierno de 2005, pág. 40.