Hay una gran paradoja entre lo que esperamos de la democracia y lo que ésta produce. En un sistema democrático, la libertad es un elemento indispensable, libertad para decidir autónoma y soberanamente, un segundo elemento es la legitimidad para que haya una aceptación de los resultados, y uno de los logros es la posibilidad de lograr consensos aceptables para una mayoría.
Hasta hoy, la democracia representativa se ha establecido en México, con un régimen de partidos que nos ha permitido tomar en cuenta la diversidad ideológica existente, sin embargo, para fijar el destino que esperamos como nación no ha sido suficientemente efectivo, pues no se han superado los intereses de facción o de grupo para establecer un proyecto común.
El PRI con su hegemonía logró armonizar los intereses de su época y construyó los principios de un país moderno y civilizado con un énfasis en lo social que no pudo crecer al mismo ritmo que la población. Al final de su periodo dominante, las alternancias no han logrado la unidad nacional en torno a un propósito claro, incluso hoy, estamos ante un bandazo que arroja más dudas que certezas sobre el destino inmediato, ya no digamos el final.
En nuestra democracia actual, hemos navegado con mayorías artificiales siguiendo inercias administrativas sin claridad ideológica, en coqueteo permanente con las tendencias irruptoras, lo mismo en torno al aborto, el feminismo, o las preferencias sexuales, causas liberales aplaudidas por unos, censuradas por otros, sin que se logren establecer consensos mayoritarios, cuando mucho una relativa tolerancia. Menor acuerdo existe en torno a si combatir la desigualdad habrá de lograrse mejor con liberalismo económico o con una mayor participación del Estado. En concreto falta el consenso social, y cuestionarnos si el actual sistema puede representar fielmente las opiniones de la sociedad.
Cierto es que, siguiendo el Teorema de la imposibilidad de Arrow que indica que a mayor cantidad de opciones de elección o de electores, la probabilidad de llegar a un acuerdo disminuye y que la posibilidad de llegar a acuerdos solo deriva de una elección unánime, la cual a su vez solo es posible si existe el elemento dictatorial, pensar en una unanimidad en nuestro país es no solo sueño sino utopía.
Así que, lo que podemos esperar es que en la pluralidad de la sociedad contemporánea, sean precarias las mayorías que arrojen las elecciones y que en realidad sea la minoría mayor la que se imponga al resto de minorías, que paradójicamente, serían mayoría en su conjunto.
Esto acontece en procesos “normales” en un país como el nuestro que tiene siete opciones electorales registradas, lo que explica por qué, en más de 200 años de vida independiente, aún no tenemos definido el destino que esperamos como nación y estamos hablando de una cuarta transformación con un impulsor que, a pesar de comunicar cada día, ofrece más opacidad y confusión que certidumbre.
Por su parte, el sistema democrático de partidos que tenemos, ha devenido en una pura reglamentación de los mecanismos para alcanzar el poder, dejando de lado la consolidación de una cultura democrática que privilegie los valores de confianza y respeto a las leyes e instituciones para salvaguardar la integridad y el destino del país en su conjunto y no solo sus islas de poder.
Acabamos de ver en el proceso interno de MORENA para elegir a sus delegados, para a su vez formar su consejo directivo, que el respeto a sus compañeros y sus procedimientos fue supeditado al interés de facciones, o grupos, posicionándose para alcanzar cargos e influencia en sus determinaciones internas.
Distinto, pero no diferente en sus fines, es lo observado en el PRI, donde un dirigente logró dominar las cúpulas directivas solo para imponer sus intereses y hacer un uso patrimonial de su investidura. En este caso no se puede hablar de la militancia haya sido movilizada o tomada en cuenta, mucho menos que la actuación de la dirigencia tenga visos democráticos. Es simplemente el desempeño de un símil de corte versallesco que en forma vertical transmite sus decisiones hacia estructuras cada vez más débiles y en trámite de desaparición.
Por su parte el PAN, antaño presuntuoso de sus prácticas democráticas sigue igualmente preso de prácticas y decisiones tomadas en la cúpula con sus cuadros fragmentados y la militancia ignorada. El resto de los partidos luchan por su supervivencia, salvo Movimiento Ciudadano que trae una estrategia de crecimiento que ha resultado exitosa, pero que aún es una interrogación en cuanto a definiciones fundamentales sobre el país que quiere construir si llegara al poder.
Eso es lo que tenemos para intentar construir un país por la vía democrática, todos viendo por sí mismos y en segundo lugar el bienestar social y como alcanzarlo. Parece ser que el presidente de la república ya se dio cuenta de las limitaciones y defectos del sistema, el cual se empeña en transformar, desgraciadamente en forma totalitaria, utilizando la democracia como herramienta retórica y demagógica.
No serán las consultas a modo ni los intentos burdos de democracia plebiscitaria los que resuelvan la falta de consensos o promuevan la unidad nacional. Sin instituciones sólidas y despreciando leyes no será posible transformar al sistema democrático nacional, sino por el contrario se vulnerará la democracia y retrasará el desarrollo del país. La reforma electoral propuesta tampoco lo hará, es gatopardiana.