Sin que exista un esquema teórico, un plan estructurado con metas medibles, programas específicos y acciones complementarias sobre la denominada cuarta transformación, ésta queda sujeta a la apreciación que cada persona tenga o bien, a lo que se defina cada día en el discurso presidencial.
Hasta hoy, debido a esta última circunstancia, la 4T es un asunto retórico, propagandístico, herramienta para manejar las percepciones ciudadanas y proyectar la imagen de un gobierno hiperactivo que todos los días cambia algo que, presuntamente, estaba mal.
No hay explicación fundada ni discusión pública sobre lo que se está transformando o destruyendo, los intentos de la crítica periodística por provocar ese dialogo entre sociedad y gobierno han sido entendidos, no como oposición democrática, sino como hostiles adversarios al proyecto transformador. En este anárquico proceso de cambio estructural que se advierte, no se observa lo que se quiere construir para suplir lo que se destruye, solo es notoria la intención de concentración de la toma de decisiones y la inclinación hacia un estado interventor y omnipresente, que en todo influye pero no resuelve.
A sus ojos, las instituciones electorales fueron hechas para legitimar fraudes electorales, el sistema de transparencia es oneroso y fútil, el sistema anticorrupción solo sirve para encubrirla, el servicio civil de carrera en la administración pública fue el instrumento para sembrar conservadores, las organizaciones civiles y ciudadanas son aliadas de los adversarios de la transformación, los institutos de investigación y científicos son usufructuarios de la corrupción y cómplices en la instauración del régimen neoliberal, y hasta los fideicomisos, los seguros agropecuarios todo es fuente de corrupción y para finalizar, los críticos y editorialistas son mercenarios al servicio de las fuerzas obscuras que quieren conservar sus privilegios.
Con esa visión, obtusa y parcial, mal informada y superficial, se han destruido las guarderías para mujeres trabajadoras, se han coptado a los organismos autónomos reguladores de energía, de competencia económica, se eliminó el Seguro popular, se destrozó el sistema de abasto de medicamentos y se eliminaron los fideicomisos que alentaban la investigación, la creación cinematográfica, el deporte de alto rendimiento.
La austeridad en la administración pública, llevada a ultranza, ha disminuido la capacidad operativa del gobierno, y con esa estructura administrativa disminuida, limitada en insumos para el desempeño de sus funciones, se pretende que el estado absorba las funciones que realizaban estos organismos y fideicomisos.
Loable que se quiera hacer más con menos, sin embargo, cada acción u omisión derivada de la austeridad, ha levantado fuegos en sectores sensibles de la población. Son pequeñas hogueras que han sido menospreciadas en lo individual, como las expresiones de las feministas y víctimas de la violencia que han visto disminuidas las instituciones que debieran atenderlas, y en el otro extremo, un sector empresarial que aún no ve reglas claras en su relación con el gobierno, o que viéndolas, esperan que cambien.
El saldo a dos años no muestra números negros en ningún sector, ni social ni económico, ya que el gran esfuerzo que supone para las finanzas nacionales mantener los programas sociales y becas, solo ha sido un paliativo menor para los más vulnerables, mientras la economía, sea por la pandemia o por razones de política económica, no muestra signos de una recuperación rápida o indicadores verificables de la eficacia de los programas sociales como instrumento para reducir los índices de pobreza y desigualdad.
Las acciones que ha tomado el ejecutivo federal, han prendido lo que parecen pequeños fuegos en ya múltiples sectores sociales, sumemos a ellos la tirante relación con los gobernadores de cuando menos 14 estados de la república, la distante y voluble relación con empresarios e inversionistas, los problemas en las finanzas de Estados y municipios, el incierto futuro de la relación con Estados Unidos, la inseguridad traducida en homicidios dolosos, la creciente e imparable cifra de muertos por COVID y la ausencia de acciones gubernamentales para hacer algo más que esperar a los enfermos en los hospitales.
También se puede agredar la soterrada reacción del ejército al ver que su comandante supremo no duda en sacrificar a uno de sus distinguidos mandos y la creciente percepción de que la corrupción existe y se solapa entre los integrantes del nuevo régimen, nos presenta un país iluminado por ya muchas hogueras. Por ello la pregunta ¿Cuántas hogueras hacen falta para declarar un incendio?
La presión se está acumulando y de no cambiar la actitud gubernamental, alentada aún por el espejismo del triunfo electoral del 2018, tenemos que poner la esperanza en la elección intermedia del 2021 que puede ser un revulsivo que mueva a rectificaciones.
En un país plural y diverso como es México ya no es posible imponer desde el poder una doctrina. Si no se comprende que el poder es para ayudar a todos y no solo a algunos, por muy marginados u olvidados que hayan sido, las nuevas generaciones tendrán la tarea de levantar al país de sus cenizas.