COSAS DE AQUÍ
FLORES PARA LA DIVA
Por: Augusto Isla
Hace medio siglo, en la madrugada del 5 de agosto de 1962, fue encontrado el cuerpo sin vida de Marilyn Monroe, “!Que sacudida fue para los sueños de la nación que el ángel (del sexo) muriera de una dosis excesiva!”, exclama Norman Mailer en su libro biográfico acerca de esta deidad del cine. Sueño de todos los que en el mundo la adoraban aun sin haber visto una película suya, pues su sola imagen, reproducida aquí y allá, incluida la metáfora de Warhol, era ya hechizante: una exquisita ofrenda con aquellos ojos a punto del orgasmo, los labios carmesí, la dentadura perfecta, el pecho insinuando su opulencia. Sacudimiento, pero no sorpresa. Con un poco de intuición, quienes la trataron sabían que la gloria de aquel icono luminoso sería corta. En Una criatura adorable (1979), retrato que dejó para la posteridad Truman Capote recoge el testimonio de Constance Collier, actriz inglesa y maestra de actuación bajo cuya tutela, por breve tiempo, estuvo Marilyn: “Es absurdo que lo diga, pero me da la impresión de que morirá joven”. No era absurdo: las cámaras que recorren el dormitorio donde falleció muestran el caos doméstico de la actriz, a quien ni fama ni lujos aliviaron sus pesares de niña huérfana, confundida, insomne; a quien el cine le inventó una identidad visual congruente con el espectáculo del que formó parte como una de sus mercancías más apreciadas. En el suelo de la habitación fúnebre, una bolsa, papeles, cajas de cartón, las sábanas revueltas; una habitación de mujer sola, desolada, prematuramente envejecida por la tristeza, inquieto espíritu siempre: al parecer fue encontrado en su mesita de noche un libro de poemas de Edna ST Vincent Millay.
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En el mundo del espectáculo floreció una imagen deslumbrante, tan apetecible para las masas como para los empresarios enfermos de codicia. Pues si, por un lado, el artificio sensual de Marilyn provoca tumultos por doquier y enloquece a la soldadesca estadounidense que lucha por “la libertad” en Corea, por otro su presencia fílmica arroja jugosos dividendos: en 1953, sus películas Niágara, Gentlemen prefer blondes y How to marry a millionaire reportan a la Twentieth Century Fox 25 millones de dólares. Esa “gallina de huevos de oro” comenzaba a cosechar los frutos de su ambición, pero también a sufrir el vacío de una existencia carente de otro sentido que no fuera el exhibirse como símbolo de una sociedad fisgona y decadente.
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Norma Jean Mortenson Baker, nombre original de aquella “criatura adorable” en el universo del entretenimiento, había nacido en 1926 en L. A., California; era hija de Gladys Baker, técnica de los estudios de Hollywood, que acabó sus días en un nosocomio para enfermos mentales y, hasta donde se sabe, de un lechero próspero. Poca atención le prestó la madre, y nula el padre. Norma creció en hogares adoptivos y orfanatorios. El abandono sigue siendo, nos dice Mailer, un enigma de la moral y es, sin duda la clave de su extraviada personalidad, ebria de fantasías como aquella de creerse hija, ya de Clark Gable, ya de Abraham Lincoln. ¿Qué seguridad en sí misma pudo ofrecerle una infancia tan desamparada? En contraste con su crecido narcisismo, era vacilante en el set, en el amor, en la vida. Nada parecía redimirla. Ni la ciencia cristiana de Mary Baker Eddy, ni su conversión al judaísmo. Los extremos habitaban en ella: era compasiva y ruin, declara Billy Wilder. Podía ser encantadora y al propio tiempo odiosa. Consciente del espejismo del personaje que representaba, creía que la gente, tan pronto como descubría que no era Marilyn se alejaba de ella. Despojada del glamour – maquillaje, tintes, indumentaria provocativa, gesto seductor – no había en ella sino una “muchacha simple” – según palabras de Ives Montand – que había llegado demasiado lejos gracias a ese Pigmalión perverso, el cine, y a un talento natural para enamorar la lente; talento que ella misma desdeñó con el intento vano de convertirse en una actriz educada, dueña de un oficio respetable: A mediados de los 50’s se matrícula en el Actor’s Studio; pero paradójicamente, en vez de afirmar allí sus habilidades, la vuelve más insegura, dependiente ahora de los Strasberg, Lee y sobre todo Paula, que se adhiere a ella como una sanguijuela.
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En 1957, Marilyn filma The prince and the showgirl bajo la dirección de Lawrence Olivier. Que la dirige es un decir. Pues Olivier, que también actúa como el príncipe de un pequeño país imaginario llamado Carpatia, no logra conducir del todo el rodaje de esa comedia romántica cuyo título lo dice todo; de ahí que la trama sea lo de menos, lo que interesa destacar aquí son las dificultades a la que estuvo sometida la narración. Aunque parece que todo transcurre sin contratiempos gracias a la magia de la edición, el infierno vivido por Olivier y el grupo de filmación es indescriptible. Enferma de melancolía, más titubeante que nunca, la actriz se ausenta y cuando comparece, siempre tarde, es sólo para exasperar al arrogante director. Marilyn necesita estímulos grotescos para recitar el parlamento más sencillo. Paula Strasberg se encargará de eso: “Mira, querida, tienes que darte cuenta de tus propias posibilidades; todavía no tienes ni idea de tu posición en el mundo (…) Eres la mujer más grande de tu tiempo (…) Puedes decir que de todos los tiempos. No puedes pensar en nadie, no, no, ni siquiera Jesús que sea más popular que tú…” De esta insólita verborrea da cuenta Olivier en Confesiones de un actor (1982); no exagera. Colin Clark, entonces un joven de veinticuatro años, tercer asistente de Olivier, también apunta en su diario los burdos consejos de la Strasberg cuando la estrella olvida sus diálogos: “Por favor, pequeña, piensa en Sinatra y en la Coca-cola”.
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Joe y Jerry son dos músicos, se ganan la vida en un club clandestino en Chicago durante la ley Seca de 1929; una noche atestiguan una masacre de gánster perpetrada por un grupo adversario; para escapar de los asesinos se disfrazan de mujeres y se incorporan a una orquesta femenina en la que una bella rubia, Sugar Kane, encarnada por Marilyn, canta y toca el ukelele. Tal es el punto de partida de una divertida sucesión de enredos de la comedia Some like it hot (1959) dirigida por Billy Wilder, a quien le fue peor con la malevolencia de la diva; Marilyn comía y bebía compulsivamente, llegaba tarde a los estudios lo que permitió al genial director leer La guerra y la paz de Tolstoi; Monroe obligaba a repetir docenas de veces las secuencias. Así, detrás de esa comedia, considerada una de las mejores en la historia del cine, sólo hubo tensión, conflicto, odio a la actriz, que presa pánico escénico o resentimiento, hizo de la filmación un calvario: cuando le preguntaron a Tony Curtis, Joe y Geraldine al propio tiempo, qué se sentía besar a Marilyn, contestó: “es como besar a Hitler”. El único que tomó con humor todo aquello fue Jack Lemon.
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Llegó un momento en la carrera de la actriz que nadie quería filmar con ella para no exponerse a sus caprichos e insolencia: Gregory Peck, entre otros, se negó a acompañarla en Let’s make love (1961), pues, amén de conocer sus mañas, le parecía que estaba demasiado corpulenta para representar una bailarina de nombre Amanda Dell; de ahí que la producción haya tenido que recurrir a los servicios de Ives Montand. Y aunque la comedia no recibió la aceptación de la crítica, divierte gracias al buen oficio del director George Cukor, al profesionalismo de Montand y, pese a todo, a la desenvoltura de la diva. Si en el origen de todas estas vicisitudes estaba entre otras cosas, el incontrolable nerviosismo de la actriz, también rondaba la impaciencia de una industria voraz. En Marilyn conviven la tiranía de la diosa de ese Olimpo engañoso y destructivo – pensemos en Montgomery Clift, en Judy Garland – y el sentimiento de víctima: la actriz le confesó al joven Colin Clark, tierno refugio durante la filmación de The Prince and the showgirl, que le abrumaba la fatalidad.
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De “la chica del calendario” donde posó desnuda para Tom Kelley hasta convertirse en el gran fetiche de la industria cinematográfica, corre una trayectoria ascendente no exenta de esfuerzos. Dígase lo que se diga, Marilyn estudió actuación y canto que apoyaron su natural gracia para representar personajes de comedia, de cenicienta clasemediera, como ella misma, con sueños de dólares y prestancia aristocrática. Marilyn logró destacar en un medio profesional donde reinan la envidia, el chisme, el cinismo. El estrellato es una promesa de éxito, no de plenitud, pues a menudo le acompañan el alcohol y la droga, evasiones que ahuyentan, vaya ironía, el sentimiento de fracaso. Para sobrevivir en la insoportable realidad del éxito. Marilyn necesitaba el veneno inducido por los siquiatras.
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Nadie tiene derecho a estigmatizar su intimidad, exhuberante no tanto en matrimonios – tres: con James Dugherty a los 16 años y dos celebridades, el beisbolista Joe di Maggio y el dramaturgo Arthur Miller – como por los relampagueantes amoríos; en su lecho retozaron Elia Kazan, Frank Sinatra, Ives Montand y muchos otros.
Era una deliciosa libertina, dueña de su cuerpo, impotente para amar, prácticante de una especie de donjuanismo femenino. Y punto. El drama empieza cuando la diosa se entromete en la vida de políticos como los hermanos Kennedy, John y Robert, cuando los persigue sin advertir los peligros de su obsecamiento. El happy birthday que le canta al siniestro hermano mayor en el escenario del Madison Square Garden se antoja un episodio divertido, pero anuncia su tragedia; su falta de sensibilidad para comprender el universo hipócrita de los “valores familiares”, que ponen sitio a la gente poderosa, fue acaso su ruina; su osadía era imperdonable. Su vida amorosa había permanecido impune a pesar de haber integrado la vejación: abandonó a su primer marido, provocó los celos del atleta, humilló hasta el cansancio al dramaturgo. Pero ¿los Kennedy se las cobraron todas? No se ha descartado la hipótesis del involucramiento de éstos en su extraña muerte.
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Sus últimos días transcurrieron en la desesperación: llamadas sin respuesta a la Casa Blanca, recurrentes consultas psiquiátricas, ausentismo en los estudios de ls Fox donde filmaba Something got to give (1962), el despido doloroso para ella y para la Fox que esperaba reponerse de la bancarrota ocasionado por el despilfarro de Cleopatra con Liz Taylor. Pero Monroe estaba acabada antes de esa película inconclusa. En la fotografía oficial tomada al concluir The misfits (1961), drama anacrónico escrito por Miller acerca unos cazadores de caballos salvajes, se advierte ya su deterioro físico, bien entonado con el de sus compañeros, Gable y Montgomery – el uno notoriamente viejo, el otro con el rostro deforme después de su accidente –. Un crepúsculo del Olimpo.
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La ambigüedad es el rasgo predominante de la vida de Monroe. Como Marilyn, consiguió lo que se propuso: ser maravillosa; como persona, la frágil Norma Jean, un desastre, incluido el desaliño; sin el disfraz era irreconocible: se cuenta que cuando salía de compras, las empleadas llegaban a comentar en voz baja: “la señora huele”. Nadie podrá pronunciar la última palabra si se trata de biografiarla, por así decirlo: su transcurrir es una plaga de datoides, como les llama Mailer a todos esos testimonios dudosos, incluyendo los de la propia Monroe. Ambigua la vida, ambigua también la muerte nunca esclarecida.
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En 1998, Eric Hobsbawn el historiador inglés recientemente fallecido, dictó una conferencia en memoria de Walter Neurath. La conferencia se publicó bajo el título de Behind the Times y aborda ahí la decadencia y el fracaso de las vanguardias del siglo XX. En un pasaje de su disertación, nos dice: “es imposible negar que la verdadera revolución en el arte del siglo XX no la llevaron la vanguardias (…) fue obre de la lógica combinada de la tecnología y el mercado de masas, lo que equivale a decir de la democratización del consumo estético (…) sin duda fue obra del cine…”. Marilyn fue un producto para el consumo de las masas. El cine de Monroe es convencional, frívolo, de gusto fácil, aunque ella merecía algo mejor, pues era inteligente y, en cierto modo, rebelde en el contexto de una sociedad puritana y represiva; algunas declaraciones suyas de rango aforístico denotan sentido de libertad y tolerancia: “no hay sexo incorrecto si hay amor en él”. Y sin embargo, la industria que la engrandeció solo sacó provecho del estereotipo de la rubia platinada -ideal racista de belleza- un tanto boba y, a la vez, sexy que alimenta la fantasía colectiva, Ese estereotipo sigue produciendo ganancias. Que nunca le falten rosas amarillas en su tumba.