Hace un año y medio, la joven activista medioambiental sueca Greta Thunberg se dirigió a las y los líderes del mundo en la COP24, asegurando que intervenía en nombre de la justicia climática. Tomó la voz en el Foro Económico Mundial 2019, y arremetió, expresando: “no quiero que alberguen esperanzas, quiero que entren en pánico […] nuestro hogar está en llamas”.
Y en medio de la crisis que ha generado la pandemia por la COVID-19, lo que algunas voces especialistas llaman hoy colapso climático es, en el presente, la mayor amenaza que enfrenta la humanidad. Razón contundente para entrar en pánico.
El mundo se enfrenta a una extinción masiva, como resultado de la dependencia de los combustibles fósiles; las emisiones de gases de efecto invernadero —que registran los niveles más altos en 800,000 años—; la erosión del suelo; la deforestación; la escasez de agua; el deshielo del Ártico; la ola de incendios, que han acrecentado su tamaño y velocidad, y el aumento de la temperatura global.
Éste no es un tema nuevo: científicas y científicos del siglo XIX ya registraban el calentamiento del planeta, y en la década de 1960 iniciaron las alarmas sobre las posibles repercusiones, en un futuro “lejano”, del cambio climático. Ese futuro ya llegó, y profesionales de las ciencias de la Tierra vislumbran que este fenómeno pone en peligro la existencia humana.
La pandemia por el nuevo coronavirus evidenció el nivel de perturbación que genera la humanidad al invadir el hábitat natural de otras especies. A causa de ese impacto, se ha perdido el 68 por ciento de la biodiversidad desde 1970, lo cual tomará millones de años recuperar.
Las proyecciones del Panel Intergubernamental del Cambio Climático indican que en 80 años el mar habrá subido entre 26 y 77 centímetros, desplazando a más de 10 millones de personas; que los riesgos sanitarios continuarán aumentando, en relación con la temperatura global, y que la seguridad alimentaria seguirá en tensión. Todas las anteriores son razones para entrar en pánico.
El cambio climático no tiene fronteras; los devastadores incendios forestales no tienen fronteras; la afectación a los océanos no tiene fronteras; por ello, la única opción es encarar el problema con la mayor premura y con perspectiva de justicia climática, ya que el 10 por ciento de la población que más contribuye al cambio climático es la que menos sufre sus impactos.
La responsabilidad de las y los tomadores de decisiones no sólo es escuchar, sino actuar. Las recientes demandas de jóvenes, en especial de quienes tienen menos de 18 años —y que aún no cuentan con la edad para ejercer su voto—, han puesto el dedo sobre la llaga respecto a la necesidad de tomar de inmediato las acciones necesarias. Se han agrupado en varios países, e interpuesto demandas judiciales ante sus gobiernos para exigir medidas concretas contra el calentamiento global.
La juventud está asumiendo una responsabilidad que no le corresponde, luchando por una justicia climática, sabedora de que será ella la que deberá hacer frente al colapso medioambiental. Las y los jóvenes están poniendo el ejemplo: convertir la acción climática en una prioridad central, y promover el cambio cultural como una preocupación de todos y todas.
Quienes hoy legislamos y definimos políticas públicas tenemos la obligación de actuar: cuando la juventud actual se encuentre en los puestos de decisión será demasiado tarde.
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