Todos llevamos nuestra vergüenza a cuestas. Es una condición de la humana falibilidad. Podemos tropezar en la calle, decir una palabra por otra, hacer el ridículo. Eventualmente padecemos también la ajena, que suele ser tan grande como la propia. En México, la pena ajena ha dejado de ser una circunstancia irrelevante de nuestras vidas y se ha convertido en un fenómeno cultural cotidiano cebado por los medios de comunicación. Son ellos, abiertos hoy día al acontecer más vulgar, los responsables en buena medida de ese gravamen que pesa sobre la existencia de una minoría cuya sensibilidad percibe y sufre tal epidemia.
Sus manifestaciones verbales son abrumadoras. Y es amplio su espectro. Va de las redes sociales a las declaraciones de políticos, deportistas, actricitas, locutores o gente entrevistada al azar, pasando por las secuencias de las teleseries; recuento este que no agota ni mucho menos los ámbitos en que se produce tanta estupidez.
Si la palabra es, como afirma Gadamer, “el grado más alto de la posible conformación del mundo por la humanidad”, es también, diría yo, la prerrogativa más elevada del espíritu; por ende su empobrecimiento refleja de inmediato una crisis cultural, al menos de una cultura asida de la palabra como vehículo que transmite un ethos, quiero decir, una actitud ante la vida. ¿Se trata de una erosión de nuestros procesos educativos, de un virus que debilita la formación de las generaciones, de un colapso social que estalla en el desprecio, consciente o no, de la palabra? Pienso que sí. Y veo en ello la conversión de una sociedad adulta en un cuerpo adolescente.
La pobreza de la palabra, en su altisonancia recurrente era privativa del guetto, de grupos sociales marginados víctimas de un despojo cultural. Hoy, en cambio, permea áreas más amplias del tejido social. Hay algo de violento y ridículo en esa proliferación de palabras mal dichas, de balbuceos coloquiales, de muletillas que denotan una fisura, una ausencia de ideales. Del discurso del primer mandatario de la nación, anclado en el infantilismo, a la conversación de un grupo de jovencitos clase medieros, se extiende una marea de sonidos que glorifican la cacofonía: el ‘fifí’ como adjetivo discriminatorio, el ‘chido’ como señalamiento de lo incorrecto…
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¿Confía usted en los órganos electorales? “Más que nada, no, porque siempre es lo mismo”. Si Mario Moreno “Cantinflas” era una hipérbole del habla popular, de una lógica descoyuntada, hoy encarna en círculos supuestamente educados. Así un grupo de muchachas, bien vestidas, que viajan en un autobús de primera clase, se tratan mutuamente de ‘güey’, expresan su inconformidad con el ‘no manches’, se quejan del aire acondicionado con el ‘hace un chingo de frío’, manifiestan su despecho con el ‘a la chingada el cabrón’…
La peste, por así decirlo, agusana la piel y las entrañas del cuerpo social. Lo grave de esta pena ajena es lo que subyace, lo que fermenta en el individuo que, sin sentido alguno del pudor, elabora el derrumbe de la lengua.
Quien, desde el sitial del poder, nos trata como débiles mentales, quien exhibe cada mañana, mórbidamente, su indigencia moral y emocional, mucho aporta a la descomposición colectiva, a una realidad prosaica que, por lo visto, es la sustancia del cambio que nos aproxima a la interacción virtual de los analfabetismos.
El chacoteo presidencial acusatorio –reiterado hasta el fastidio de los pobres reporteros obligados a respirar el miasma del salón donde el Mesías riñe con el fantasma neoliberal– es una expresión del nihilismo que singulariza la era posneoliberal. Era de la desaparición de instituciones y seres humanos. Era de un microcosmos nacional, encubierta por una fementida transformación. La corrupción no habita solo en el abuso burocrático, también en el agravio a nuestra lengua, principalísimo acervo cultural de esta nación.
No tengo receta alguna para superar este momento trágico. Todos tenemos una responsabilidad que asumir, sobre todo aquellos que hemos contado con la hermosa oportunidad de recibir y cultivar una formación humanista. Yo la tuve. Por eso estoy aquí. Agradecido siempre con mi casa de estudios. Dispuesto incondicionalmente a dignificar la palabra. Es mi pequeño combate contra la corrupción. No es contra el robo de combustible, sino contra los paladines de la llamada 4T que contagian con su fuerza mimética los nuevos amaneramientos del decir.
*Ponencia pronunciada en UAQ en encuentro organizado por el Dr. Edmundo González Llaca.