GOTA A GOTA
La decadencia
La primera guerra mundial (1914 – 1918) fue devastadora: por ella murieron 30 millones de personas, entre militares y civiles. Concluyó con el tratado de Versalles y la creación de la Liga de las Naciones. La gran derrotada fue Alemania, humillada por los aliados Francia, Inglaterra y Estados Unidos. En esta atmósfera, casi apocalíptica, Oswald Spengler (1880 – 1936) publicó “La decadencia de Occidente”, libro que causó revuelo hace justamente cien años. Para Spengler, científico y sociólogo, al propio tiempo, la civilización había entrado en colapso.
Era el fin de la época, que él atribuía al auge de las masas, ese conglomerado humano que odia las buenas maneras, la distinción de rango, la disciplina del conocimiento. Y frente al cual las élites se muestran confundidas. La civilización acusa un descenso del tono vital. Es un lecho para la fatiga, y sin embargo pensaba que, pese al avazamiento de las masas incultas, Occidente aún conservaba su capacidad de renovarse.
En este sentido, Spengler era menos escéptico que Arnold Toynbee (1880 – 1975), que entreveía la muerte de la civilización, aunque no inmediata. De cualquier modo, el clima era cultural, no era esperanzador. Max Weber decía: “no debemos esperar las flores del verano sino, más bien, la gélida noche polar oscura y severa”. Y sin embargo, Winston Churchill, un político genial, en mitad de la Segunda Guerra, se resistía a la catástrofe: “hay que luchar; la defensa de los valores no es causa perdida”. Aún creía en la época fáustica spengleriana como conquista de toda clase de posibilidades.
La vigencia de las meditaciones de Spengler, es indiscutible. La crisis de la democracia se ha extendido de Europa a América. A estados Unidos, donde el dinero piensa y dirige el mundo con sus guerras comerciales. Y qué decir de América Latina bajo cuyo cielo reinan las dictaduras y los populismos de izquierda y derecha: Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Brasil… Y México, un país acongojado por la violencia, la corrupción, la impunidad, en espera de algo, al borde del acantilado.
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David Hume (1711 – 1776), padre del escepticismo, pedía a sus contemporáneos: el razonar riguroso y preciso como el único remedio válido para las personas y las disposiciones. “Seamos sabios como el silencio, fuertes como el viento y útiles como la luz”.