GOTA A GOTA
La locuacidad
Miguel de Cervantes decía que “pocas o ninguna vez se cumple con la ambición que no sea con deño de tercero”. Era previsible, Ricardo Anaya se salió con las suya. Pero fracturó su partido y se alió con extraños que acaso repudia. Y está ahí ya como candidato presidencial de una coalición impresentable, como acostumbran decir los españoles. Es astuto. ¡Qué duda cabe! La astucia se agazapa a menudo en las acciones humanas. Es la ‘metis’ griega. Da pie, afirma Georges Balandier, a las ‘fuerzas del engaño’. La personifica Ulises, el mítico guerrero, que solo busca la victoria a costa de lo que sea: subterfugios, simulaciones. Anaya es amén de daga; palabrería: asilo de su pobreza intelectual.
Me asombra, por no decir que me fascina, su incontinencia verbal; esa cascada de adjetivos grandilocuentes: absoluto, profundo, brutal, contundente, gigantesco, fundamental, obvio, radical, gravísimo. Anaya atropella a sus interlocutores; los desespera con largos circunloquios –rodeos- antes de responder una pregunta, haciendo gala de información banal, exhibiendo sin ton ni son el documento judicial que acredita su inocencia. Vi una entrevista con Joaquín López Dóriga; el conductor agita los dedos, lo abruma la ansiedad porque no encuentra la respuesta inmediata que espera, porque apremia el tiempo mediático. Pero “el joven maravilla” continúa con su perorata. Fuera de lugar se vanagloria de su gran propuesta: una renta básica universal, por así decirlo: el nada original Anaya saquea la oferta populista de la izquierda que habrá de complacer a los ilusos. Y nos aburre, en ese y otros monólogos, esgrimiendo la espada para decapitar la corrupción.
Me da pena Anaya. Pues en esta andadura va a perder lo poco o mucho que ha ganado –dinero, fama, poder- por las buenas o por las malas.