¿Qué significa el rechazo a tratar con organizaciones?
Aquiles Córdova Morán / Antorcha Campesina
No pocos gobernadores y presidentes municipales se niegan a atender y resolver las demandas de sus ciudadanos organizados, escudándose en el argumento “novedoso e irrefutable” de que, “como ha dicho el Presidente de la República”, cada ciudadano debe representarse a sí mismo y el funcionario respectivo debe atenderlos “de uno en uno”. Así lo acaba de declarar, sin inmutarse, el secretario de gobierno del estado de Hidalgo. De esta manera, sostienen, se acabará con el clientelismo electoral y con el enriquecimiento ilícito de falsos líderes que lucran con la pobreza de las masas.
No hay que pensar mucho para descubrir la falacia de semejante “argumento”. Y no hablo solo de la abusiva e indemostrable generalización que, sin despeinarse siquiera, mete en el mismo saco a tirios y troyanos mediante una simple y grosera afirmación, carente de todo sustento. Se trata, además, de que a estas alturas todo mundo sabe que los programas de entrega de dinero a los grupos más vulnerables, haciendo a un lado a “los intermediarios corruptos”, no es más que una gigantesca maniobra clientelar del Presidente y su partido, que buscan, por ese medio, ganarse el agradecimiento y el voto de los beneficiarios. Por eso los censadores son todos de Morena; por eso solo inscriben a los morenistas o a quienes acepten registrarse como tales; y por eso excluyen a cualquiera que no sea de los suyos con el pretexto del combate a los “moches”. Así eliminan el clientelismo electoral ajeno, pero fomentan el suyo.
Se trata también de que, aun aceptando como demostrado el enriquecimiento de todos los líderes de las distintas organizaciones, lo que se pudieran haber robado no representa ni la diezmilésima parte de lo que el Presidente calculó en su campaña como el monto global de la corrupción (entre 600 mil y 800 mil millones de pesos, dijo). Por tanto, hace falta que se nos diga quiénes y por qué vías se llevan esa gigantesca fortuna, y también por qué no hay un solo delincuente de cuello blanco sometido al menos a proceso. Reducirlo todo a la corrupción de los líderes, es tender una cortina de humo para ocultar a los verdaderos saqueadores de la riqueza nacional.
Pero hay algo más de fondo en el rechazo a las organizaciones populares. Es bien sabido que la idea de permitir en serio la libre organización, la libre manifestación y la libre y efectiva participación de las masas en la vida pública de la sociedad, ha sido vista desde siempre como un peligroso error por parte de las clases privilegiadas de cualquier época y de cualquier lugar. Esto se puede rastrear y documentar perfectamente, al menos desde la Atenas de Pericles, siglo V a. C., cuna indisputable de la democracia occidental, hoy todavía escudo y bandera del capitalismo rampante.
En efecto, los constructores de la democracia ateniense tuvieron buen cuidado de dejar fuera de ella a las mujeres y a los esclavos; sobre todo a estos últimos que, en cierto momento, llegaron a ser más que todos los ciudadanos libres de la capital del Ática. Los líderes de esta democracia vieron claro el peligro: los esclavos harían valer su mayoría, conquistarían el poder y acabarían con los privilegios de los esclavistas lo que, a sus ojos, equivalía a demoler todo el edificio social. La solución obvia fue dejarlos fuera del juego democrático.
Cuando la nación norteamericana, recién independizada de Inglaterra (1776), se disponía a elaborar su Constitución Política, la “más democrática del mundo libre” hasta el día de hoy, según opinión de muchos, Madison y Jefferson, cabezas del liberalismo, no tuvieron reparos en advertir que sería erróneo y peligroso crear un sistema que realmente pusiera el poder de la nación en manos de las masas, cosa que indefectiblemente ocurriría si se apegaban estrictamente al principio teórico de un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. La masa, argumentó Madison, es ignorante, impulsiva, irresponsable y, por tanto, con el poder en las manos, destruiría todo lo construido con absoluta inconsciencia. Las clases “poseedoras”, en cambio, son todo lo contrario, son el reverso de la chusma; son ellas las que deben gobernar. Hagamos una Constitución que garantice que el poder quedará siempre en manos de las clases superiores. Y así ha sido desde entonces.
En plena Revolución francesa, alarmada la burguesía por los intentos de una clase obrera en ascenso para organizarse en defensa de sus legítimos intereses gremiales, hizo su aparición el abogado Le Chapelier con la propuesta, que fue aprobada de inmediato por la Convención, de sancionar con la pena de muerte a todo “agitador” que tratara de organizar a los trabajadores en contra de sus patrones, con el fin de obligarlos a conceder beneficios “excesivos” abusando de su número. Se trata de la famosa “ley Le Chapelier”, recordada hasta hoy por su ferocidad reaccionaria hacia la organización de las masas populares, obreras en este caso.
Finalmente, quiero referirme a la opinión de Nietzsche, muy elocuente, respecto al tema de que hablo. Como se sabe, este filólogo y filósofo alemán de fines del siglo XIX (murió en 1900, justo cuando despuntaba el siglo XX) dedicó sus mejores esfuerzos a denigrar a las masas y a resaltar, por contraste, las virtudes y potencialidades del individuo excepcional, del hombre superior, del creador y transformador gracias al cual las sociedades avanzan y se elevan a alturas insospechadas, según él. Es un hecho bien establecido que Nietzsche no sabía ni “jota” de economía, y que jamás leyó una sola línea de Marx, a pesar de lo cual sus baterías se enfocaron en contra del socialismo y de su espíritu de justicia social.
Lo que sigue está tomado de la obra de Francisco Gil Villegas “Los profetas y el mesías”, publicada en 1996 por el FCE. “…Simmel afirma explícitamente que, en la modernidad, «los destinados por la naturaleza a mandar (…) descenderán al nivel de la masa» como consecuencia de la “ética social” de esta época, la cual fomenta una tendencia a la «nivelación» donde el hombre se ve obligado «a restringirse a sí mismo en favor de los más bajos». Dentro de esta tendencia general, se coarta la posibilidad del hombre selecto y elevado para superarse y elevar, mediante una creación excepcional, «la altura de los tiempos», al mismo tiempo que se fomenta la mediocridad, al crear la imagen normativa de un comportamiento «medio» para las masas. Nietzsche establece en consecuencia, según Simmel, el siguiente criterio esencial para distinguir al hombre «noble» de la masa vulgar: «la masa quiere “pasársela bien”, quiere seguridad y comodidad (…) El hombre elevado desea la lucha; solo los débiles quieren, por razones obvias, «paz en la tierra»”.
Más abajo, dice Gil Villegas: “Nietzsche veía en la tendencia niveladora de las corrientes democrático-socializantes (…) el camino más seguro para ingresar en la decadencia de los mejores valores de la humanidad. Es decir, todo movimiento social, nivelador y democrático, produce tanto la mediocridad como una decadencia valorativa de la humanidad, porque lleva a la pérdida de los instintos básicos de crecimiento y superación”. La decadencia de la humanidad entera es consecuencia, según esto, de los esfuerzos de las masas por mejorar sus condiciones de vida, acercándose con ello a los estratos “superiores” y arrastrándolos inevitablemente hacia abajo. Nietzsche no sabía nada de economía y le resultó imposible darse cuenta que el “superhombre” vive y prospera solo gracias al trabajo abnegado y mal recompensado de la masa, de la chusma que solo aspira “a pasársela bien”. Pero su instinto de clase no lo engañó; en efecto, el mayor peligro para los “superhombres” radica en “la tendencia niveladora de las corrientes democrático- socializantes”. Solo le faltó lanzar el grito de guerra del fascismo: ¡abajo la democracia popular! ¡Muera el socialismo y la “tendencia niveladora” de las masas!
Y ahora volvamos a nuestro asunto y terminemos. Salta a la vista que lo “nuevo” de la “línea del Presidente” de no tratar con organizaciones reside solo en la ignorancia supina de quienes lo afirman; o tal vez en su intención perversa de impactar al público con esa “novedad” para que la acepten como tal y se resignen a ella. Pero lo más importante es que queda demostrado que el odio hacia la lucha defensiva de las masas ha sido siempre, y es hoy también, bandera de los privilegiados, de la reacción social, de quienes concentran la riqueza y, por necesidad lógica evidente, también el poder político. Nunca de la verdadera izquierda, incluida la de épocas en que este término aún no se conocía. ¿Cómo se explica, entonces, que el gobierno de la 4T, que tiene por lema “Primero los pobres”, despliegue tal hostilidad, abierta y feroz, en contra del derecho de esos pobres a organizarse y defenderse de los abusos en su contra? Los actores de la 4T, ¿se identifican con los “superhombres” de Nietzsche, y creen que les está reservada en exclusiva la iniciativa social y la elevación de la humanidad, dosificando rigurosamente las conquistas de la “chusma” para evitar ser arrastrados por ella? ¿O lo que realmente buscan es mantener y reforzar el statu quo y las masas organizadas, entonces, resultan un estorbo y un peligro para sus fines? La respuesta queda en sus manos, amigo lector.