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Alfredo Echávarri Olvera: Vida, pasión y cumbres

Más que fútbol, una gran historia de vida

por Lila Cruz
9 junio, 2025
en aQROpolis, Destacados
Alfredo Echávarri Olvera: Vida, pasión y cumbres

El fútbol fue solo una parte de su ascenso personal. En paralelo, Alfredo avanzaba en la carrera de arquitectura, un arte que veía como una forma de perpetuar el alma en las ciudades.

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Algunas vidas no caben en un resumen. Hay existencias que se elevan como montañas, que piden ser contempladas en su vastedad. Alfredo Echávarri Olvera no fue solo futbolista, ni solo arquitecto, ni solamente un montañista o un apasionado del arte taurino: fue todo eso, pero sobre todo, un hombre que vivió fiel a sus principios, construyendo cumbres visibles e invisibles, con la humildad de quien entiende que el verdadero ascenso sucede dentro de uno mismo.

Su historia empieza en una casa donde el fútbol era mucho más que un pasatiempo: era herencia. Creció en una familia numerosa, donde la pasión por el balón corría por las venas tanto como la sangre. “Éramos cuatro hermanos y una hermana, y todos futboleros. En casa siempre se hablaba de fútbol, de linimentos para las piernas,” recuerda con una sonrisa. Su hermano mayor, Manuel, marcó el primer sendero: fue el primer capitán del equipo universitario de Pumas en la década de 1950.

Siguiendo esos pasos, Alfredo alternó desde muy joven sus estudios de Arquitectura en la Universidad Nacional Autónoma de México con el fútbol. Allí, en la Facultad, se forjó no sólo como arquitecto, sino también como atleta. Fue durante un torneo interfacultades cuando el entrenador Héctor Ortiz, tras verlo jugar con la selección de Arquitectura, lo invitó a integrarse a los Pumas en Segunda División. Tenía 17 años y una sola condición para entrar al equipo: presentar una carta firmada por su padre, pues aún era menor de edad.

Aquellos años fueron de disciplina férrea. Mientras sus compañeros universitarios disfrutaban de fiestas y reuniones, Alfredo viajaba cada semana para defender los colores de la UNAM en las canchas de todo el país, llevando sus planos de arquitectura debajo del brazo en cada viaje, dibujando entre partidos y entrenamientos. “A los viajes nos llevábamos nuestros planos para no descuidar la carrera. Había que hacer el doble esfuerzo, pero valía la pena,” confiesa.

El 9 de enero de 1962, el destino le tenía preparada una de esas jornadas que marcan vida. Aquel día, Alfredo, como tantos otros, asistió a sus clases en la UNAM como cualquier otro día. Nadie podría sospechar que horas más tarde formaría parte de un momento histórico: el ascenso de Pumas a la Primera División del fútbol mexicano. Caminó desde su facultad hasta el Estadio Olímpico Universitario, cruzándose con una marea de gente. “No habían previsto tanto público. No había boletos; la gente simplemente llegaba,” recuerda.

Alfredo junto a nuestra colaboradora Lila Cruz.

Sin nerviosismos exagerados, sin rituales rimbombantes, Pumas saltó a la cancha y goleó 5-1 al Cataluña de Monterrey. “El estadio estaba lleno, nunca lo habíamos visto así. No éramos estrellas, éramos estudiantes con hambre de gloria.” El ascenso no solo cambió la historia de Pumas, sino también la de Alfredo, que más tarde debutaría en Primera División frente al América, iniciando así una rivalidad que ha llegado hasta nuestros días. “El América tenía un gran equipo, pero Fernando Marcos escribió en su crónica que nosotros merecimos ganar aquel partido,” cuenta.

Sin embargo, el fútbol fue solo una parte de su ascenso personal. En paralelo, Alfredo avanzaba en la carrera de arquitectura, un arte que veía como una forma de perpetuar el alma en las ciudades. No tardó en colaborar en proyectos de enorme envergadura: formó parte del equipo que diseñó la Villa Olímpica para los Juegos de 1968 y trabajó en la emblemática cubierta del Palacio de los Deportes, una obra maestra en cobre diseñada bajo la dirección de Félix Candela, con quien Alfredo tuvo el privilegio de trabajar. “Candela fue un maestro. El paraboloide hiperbólico que él perfeccionó fue revolucionario. Trabajar en su despacho fue una experiencia invaluable.”

Su carrera no se limitó a los recintos deportivos o culturales. Junto con su hermano Manuel, diseñaron los aeropuertos de Morelia y Villahermosa, entre otros proyectos de infraestructura clave. “En la escuela no te enseñan a hacer aeropuertos. Lo que aprendes es el método para diseñar lo que sea, desde un hospital hasta un aeropuerto.”

Y, sin embargo, donde Alfredo encontró su mayor realización fue en un tipo de arquitectura que escapa a los reflectores: casas de ejercicios espirituales. Su primer proyecto, una casa de retiro en Jesús María, San Luis Potosí, nació casi por casualidad —o quizás por destino— cuando, durante su servicio social, sorteó un proyecto de arquitectura religiosa. “Ahí empecé. No es lo mismo diseñar un hotel que un espacio de retiro. Se necesita entender lo que debe sentirse ahí: calma, reflexión, recogimiento.” Diseñó varias casas más, capillas e iglesias, espacios que respiran espiritualidad y silencio.

Pero Alfredo no solo subía peldaños en los planos y en las canchas. Desde su juventud encontró en las montañas un maestro aún más severo. Equipado al principio con crampones y botas prestadas, comenzó a escalar los volcanes mexicanos: el Popocatépetl, el Iztaccíhuatl, el Ajusco. “La montaña te enseña que el cuerpo quiere rendirse, pero la mente debe dominar. Cada cumbre es una lección de vida.” Subió siete veces al Popocatépetl, y fue de los últimos en llegar a su cráter antes de que la actividad volcánica cerrara el acceso. “La vida es como una ascensión: primero el campamento base, luego el campamento uno, dos, y así hasta la cima. Siempre hay que tener una meta clara.”

Alfredo Echávarri Olvera y el futbolista Joaquín Beltrán.

Esa misma filosofía guió su vida personal. El amor no tardó en tocar a su puerta durante una fiesta universitaria. “Desde que nos vimos, nos echamos el ojo,” cuenta de la mujer que sería su esposa, su compañera de vida, su roca. Vivieron un noviazgo de cinco años, compartido entre los entrenamientos, los partidos y los estudios. Se casaron y formaron una familia de cinco hijos: Alfredo, Diego, Paulina, Paloma y Andrea. “El éxito de nuestro matrimonio fue buscar siempre el punto intermedio. Somos dos seres diferentes, pero caminábamos hacia la misma meta.” Juntos, criaron una familia que heredó su pasión por el deporte, la montaña, la vida.

Su esposa no solo fue su amor: fue su compañera de aventuras. Lo acompañó en ascensos al Ajusco y al Tepozteco, en tardes de fútbol y en días de retiro. Con ella compartió todo: “Mi viejita fue una novia, esposa, madre y abuela ejemplar. Nos dejó el mejor legado: el amor incondicional y el ejemplo de bondad.”

La infancia de Alfredo, pasada en Querétaro, también dejó en él una semilla imborrable: la pasión taurina. “Íbamos a la Plaza de Toros Colón. Mi ídolo era Alfonso Ramírez “ El Calesero”. De niños, mi primo Ricardo y yo lo esperábamos fuera del hotel, y como nos veía en los entrenamientos, nos dejaba pasar a ver cómo se vestía.” Era un rito silencioso, reverente, una coreografía de dignidad que dejó huella en su joven alma.

Hoy, retirado de las canchas y los planos, Alfredo vive rodeado de memorias. Fotografías de sus hijos y nietos, recortes de periódicos, proyectos que se volvieron realidad, montañas que conquistó, amores que vivió. Cuando mira atrás, no siente nostalgia, sino gratitud. “¿Qué le diría a mi yo joven? Lo logramos.”

Su legado no son solo los goles marcados, las obras construidas o las cumbres alcanzadas. Su verdadero legado es un ejemplo de fidelidad: fidelidad al deporte, a su vocación, a su familia, a su fe.

“La vida es la montaña más alta. Y vale la pena cada paso hacia su cima.”

Alfredo alternó desde muy joven sus estudios de Arquitectura en la Universidad Nacional Autónoma de México con el fútbol. Allí, en la Facultad, se forjó no sólo como arquitecto, sino también como atleta.
Etiquetas: arquitecturaEchávarrifutbolhistoria de vidapumasUNAMUniversidad

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