VENENO PURO
El presidente de una República democrática no puede ser legítimo si no cuenta, cuando menos, con la mitad más uno de los sufragios emitidos y una concurrencia a las urnas de la mitad del Padrón, una cuestión que en las estadísticas raya en el absurdo: subrayan que es mayor la afluencia cuando los candidatos oficiales no han tenido adversarios mientras que en aquellos comicios reñidos o con tendencia hacia la oposición –las últimas tres presidenciales, antes de la histórica de López Obrador-, la abstención suele ser mayor. Tal es un signo deplorable de opacidad y contubernio que, hasta este momento, anula la credibilidad del órgano rector, el Instituto Nacional Electoral –otrora el IFE, antes de la gran revolución de las siglas-.
La legitimidad de un mandatario federal –quien obedece y no aquel que manda-, deviene no sólo de obtener una mayoría de votos, menor al cincuenta por ciento de los votantes bajo el argumento de que “se gana” así sea con un voto de diferencia, sino de otros importantes factores:
1.- Que haya conquistado los sufragios por vías morales y plegado a las leyes de la contienda; esto es sin estímulos pecuniarios a los votantes para cooptarlos por debajo de la mesa si bien éstos pueden revirar el sentido de su voluntad política… lo que no siempre pueden hacer por la estrecha vigilancia de los “testigos invisibles” que confirman el cumplimiento del acuerdo amoral.
2.- La democracia, como pretenden algunos fariseos al servicio del poder público, de ninguna manera termina en las urnas sino comienza en ellas cuando, de verdad, la transparencia le gana a las truculencias. En México sólo se han dado muy pocos casos de limpieza electoral, digamos en 1910, en 2000 y en 2018, entre otras cosas porque los observadores del exterior no dejaron de estar pendientes del fin de la dictadura porfirista y, un siglo después, de la derrota por nocaut de la antigua hegemonía priista si bien convenida con los estrategas… de la Casa Blanca.
3.- Mantener, a través del mandato respectivo, el mismo porcentaje mayoritario –la mitad más uno de los sufragantes-, que dio cauce a la victoria electoral. Cuando un presidente incumple sus proyectos iniciales y se lanza a realizar otros, como las encasilladas reformas peñistas, debe ser sometido a un consenso público para validar o no su desempeño y, en todo caso, removerlo si ha sido incapaz de gobernar con congruencia respecto a los principios torales de la República y los intereses generales; y tal es la única manera de confirmar que la soberanía radica “original y esencialmente” en el pueblo y no en la pequeña elite que rodea al mal llamado “jefe de las instituciones nacionales” –recuérdese que existen tres poderes, tres bases en donde se cimienta la República, y el mandatario sólo es cabeza del Ejecutivo, cuando menos en el ordenamiento superior-.
Por el momento, López Obrador está en la raya: 51 por ciento de aprobación con la curva cayendo.
La Anécdota
Para desgracia nuestra se confunden los términos y cuantos han accedido al poder desde la promulgación de la Carta Magna en febrero de 1917, incluyendo al propio “primer jefe” de la Revolución, Venustiano Carranza, olvidan demasiado pronto las garantías ofrecidas y tienden a acaparar poder hasta por encima de sus posibilidades para ejercerlo. Tal sucedió, por ejemplo, con Pascual Ortiz Rubio, el célebre “nopalitos” -por “baboso”, decían-, supeditado al Maximato callista en 1930, y sucedió, ochenta y cinco años más tarde, con la administración de Peña Nieto dominada por las viejas mafias –Salinas, Zedillo-, y atorada por la ausencia casi total de visión de Estado y de perspectivas hacia el futuro. Los vicios del sistema parecían inamovibles.
En ocasiones, muy pocas, los golpes de Estado responden a la sed de legitimidad en las sociedades mancilladas. Es una ruta que, desde luego, no es deseable por cuanto converge a la violencia salvo en casos excepcionales. Pero tal puede justificarse ante una opresión severa, el descontrol absoluto o la traición desde el seno de quien se convierte en dictador; y existe el riesgo de que a una tiranía siga otra y así interminablemente con altísimos costos para la comunidad.
Por ello aplaudo, de pie, la iniciativa de introducir la figura de la revocación de mandato para saciar cualquier sed de ambición política y privilegiar el principio toral de la Revolución: “Sufragio Efectivo; No Reelección”. Es de lo poco bueno que funciona.
Revocación, sí; Reelección, NO.