EL BARROCO DESCARNADO AUGUSTO ISLA
En el 2003, el Museo de San Carlos nos regaló una gran exposición de pintura: la obra de José de Ribera apodado el spagnoletto por los italianos, dada su pequeña estatura. Mi amiga Margarita García Luna y yo nos trasladamos de Toluca a la Ciudad de México. En el transcurso del viaje, traté de explicarle a mi amiga el contexto histórico de la obra de ese genio. Y lo hice, pues ella, si bien historiadora del arte, me parecía un tanto enclaustrada en sus preocupaciones locales y hasta cierto punto ajena su mirada a la atmósfera que respiraba el artista.
Y me referí a resabios feudales que dieron al traste con el imperialismo español a principios del siglo XVII, aunque circunstancialmente podrían apreciarse fenómenos como la deuda del erario público, los grandes tumores burocráticos, la expansión alarmante de la vida parasitaria. Pero, como una ironía, a la decadencia sucede un esplendor cultural –el llamado Siglo de Oro– en las letras y en las artes, que bien puede explicarse como la tardía cosecha de una sociedad en la que habían madurado la lengua y la conciencia, menudo despiadada, de sí misma.
Decadencia del Imperio, florecimiento de la cultura. Una paradoja de los tiempos. Aunque, como lo ha señalado Pierre Vilar, el amor propio contemporáneo la haya negado. Pero Vilar insiste, no obstante las objeciones de un Azorín: “la pérdida de población no ofrece ningún género de duda. Ni tampoco la ruina de Castilla, de sus industrias, su ganadería, su monopolio comercial burlado por los extranjeros (…) la etiqueta, la corrupción y la intriga afectan a la eficacia del poder central…”
Acaso envidiando la hegemonía económica holandesa y otras más ante las cuales doblaron la cerviz, los inadaptados españoles se vanagloriaban de habernos dado a Cervantes, Lope de Vega y Quevedo, en las letras; a Velázquez, al greco y José de Ribera, apodado, como he dicho, el spagnoletto, en la pintura; a Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, paradigmas de la vida espiritual que encontró su perfecta expresión verbal; a técnicos, médicos, filólogos, historiadores como Mariana o Zurita, intelectuales racionales como Suárez y Vitoria… Orgullo legítimo pero que, como compensación a su inepcia histórica, les ha costado mucho.
Ribera era diez años mayor que Velázquez. Nació en Játiva, Valencia en 1591. Muy joven fue a dar a Nápoles y después estudió en Roma la obra de Michelangelo Merisi, Caravaggio, y de Guido Reni; aquél, más que éste, ejerció una influencia definitiva en su quehacer plástico. Caravaggio, belicoso en vida y obra, creó un estilo nuevo aunque no lejano a Tintoretto; su brutal realismo, sus claroscuros contagiaron la pintura de su tiempo. Al Spagnoletto le vino de perlas el lenguaje pictórico de Caravaggio; su temperamento ibérico encontró en él las claves para una estética que lo mismo exalta los valores religiosos de la Contrarreforma o retrata situaciones grotescas, tan cercanas a la vida picaresca de la península, aunque no faltan los relatos mitológicos.
Santos y mártires –San Andrés, San Pablo, San Pedro, San Bartolomé– son temas recurrentes de un Ribera que escudriña el alma poniendo el acento en los rasgos dramáticos: cuerpos marchitos, piel macilenta, párpados enrojecidos, ojos que nos quieren decir algo desde la profundidad de su vejez. Los fondos son neutros y la desnudez resplandece para expresar mejor, sin distracción alguna, las reconditeces del espíritu. Ribera se solaza en el detalle: arrugas, uñas y pies sucios, sin temor a un realismo que ofende el gusto decorativo. En El Martirio de San Jerónimo, pone un acento de extrema crueldad en la tortura del santo, mientras los observadores se muestran compasivos y atónitos.
De Ribera sirvió a la nobleza y a la jerarquía eclesiástica, pero tales servidumbres no menguan su libertad más íntima, es decir, la que se concede a sí mismo para lograr lo que le debe al lienzo, ya la fuerza expresiva de esos cuerpos que preludian la muerte o acaso la vida eterna, ya esos blancos deslumbrantes de una hoja de papel, de una pluma de ave, que no son cosas, ni pintura, sino algo más, un misterio de su habilidad, de su genio.
En sus temas profanos, por así decirlo, explora esas monstruosidades tan hispanas, que veremos después representadas por Velázquez en sus enanos, en los viciosos rostros de la realeza. El retrato, como género, adopta en él un carácter moral. La mujer barbuda, El niño cojo, La vieja usurera describen respectivamente, la perplejidad de una mujer de 52 años que, con una apariencia escandalosamente viril, sostiene al niño en brazos, la insólita sonrisa feliz de un muchacho deforme, la repugnante codicia de una usurera.
Al tratar relatos mitológicos, tan caros a la pintura italiana, Ribera enfatiza los aspectos dramáticos, casi truculentos. Apolo y Marsias es un ejemplo de ese instante en el que el dios cruel aparece desollando al sátiro como venganza por haberse atrevido a competir con él en un torneo de habilidades musicales, del que el dios, con su lira, ha salido triunfador según el arbitrio de las musas.
La pintura de Ribera es un momento climático del barroco español, tal vez no suficientemente apreciado ni por los españoles que lo consideran italiano, ni por los italianos que no dejan de verlo como un español. Destino ingrato de un pintor que tan misteriosamente como llegó a Nápoles, desapareció, acaso abrumado por deudas y reclamaciones pues abrumado por una enfermedad que menguó sus facultades, al parecer sólo guiaba la labor de los aprendices en su taller.