EL JICOTE
Todas las frases son importantes, pero la última, la que pronunciamos agónicos, antes de entrar, como decían los aztecas, a la región sin puertas ni ventanas, es la frase que más debemos cuidar y preparar. Ya Shakespeare escribía: “Dícese que la lengua de los moribundos reclama nuestra atención con una intensa armonía: cuando quedan ya pocas palabras, no suelen gastarse en vano, y los que alientan sus palabras con dolores, hablan siempre la verdad”. Cioran, un deprimido genial y crónico, decía en forma más realista: “Innegable ventaja de los agonizantes, poder proferir trivialidades sin comprometerse”. Deseoso de que todos pasemos a la historia, sugiero las siguientes. En la medida en que la agonía es bastante incómoda, según Cervantes lo que nos pasa es esto: “Las ansias crecen, el tiempo es breve y las esperanzas menguan”, Por ejemplo, Francisco Villa ya balaceado y consciente de la importancia que tiene para los héroes la frase final a él no se le ocurrió nada y le dijo a su acompañante: “No me dejes morir así, diles que dije algo.” Me gusta especialmente lo que expresó en la agonía una mujer suiza, se me escapa su nombre, protectora de los indios y la selva chiapaneca. Estaba rodeada en su lecho por gente que lloraba y lamentaba su estado. De improviso la anciana benefactora se irguió y después de recorrerlos con la mirada les dijo: “Jodidos Ustedes, yo ya me voy”. Acto seguido se recostó y cerró los ojos para siempre. Federico el Grande de Prusia, al pasar revista vio algo incorrecto en el vestido de un capitán y lo golpeó con la fusta; El capitán sacó la pistola y dijo: “Para vengar mi honor ultrajado debería de mataros, pero sois mi rey y prefiero morir yo”. Se sorrajó un tiro. Federico le dedicó esta anti climática oración fúnebre: “No era para tanto”. Si a Usted le gustaría despedirse en forma poética, dos ejemplos inspiradores: Víctor Hugo: “Este es el combate entre el día y la noche” Jean Paul Sartre. “¿A dónde conduce todo esto? ¿Qué me va a ocurrir?” Mata-Hari, la célebre espía y bailarina, al atarla al poste frente al pelotón de fusilamiento, señaló: “No es el público al que estoy acostumbrada. Pero haré lo posible para que el último espectáculo sea el mejor”. La que más me ha conmovido, la que me parece la más hermosa que jamás haya leído, es la que narró un soldado chileno en un juicio que se le siguió en España. Por los días del golpe contra Allende, detuvo al sacerdote español Juan Alsina, por el “delito” de acompañar a un grupo de obreros contrarios a Pinochet. Lo colocó debajo de un puente para fusilarlo y le quiso tapar los ojos, Alsina le dijo: “¡Por favor! No me pongas la venda, mátame de frente, porque quiero verte para darte el perdón”. El soldado le disparó cuando el sacerdote levantaba la mano para bendecirlo. Presencié la de mi abuelo, Constantino Llaca, quien fue gobernador de Querétaro. Un doctor y una enfermera en cada brazo le buscaban una vena sana para inyectarlo. Se volvió hacia mí y dijo: “Que me dejen en paz. Esto, esto se acabó”. El personal médico lo dejó. Hizo una mueca de agradecimiento. Siempre me repetía: “En la vida puedes perder todo, menos la figura”, en un último acto de vanidad o dignidad personal mi abuelo con la mano temblorosa se alisó los pocos cabellos de su cabeza. Se recostó, emitió un suspiro profundo y murió. Todavía se me hace un nudo en la garganta cuando lo recuerdo.