QUERETALIA
En el servicio público te das cuenta que no todos los que te van a ver o a visitar son amigos, pero también que tus enemigos sí son verdaderos. Pues es el caso que nunca faltan los ganapanes dinosaurios que a pesar de que tú eres gato del gato del gato te buscan esperando que les resuelvas la existencia y lo mismo te piden que les metas un escuincle o sobrino a la Facultad de Medicina, les des placas de taxi o una licencia de alcoholes o que les consigas un cambio de uso de suelo o mínimo una chamba burocrática o unas despensas, como si uno desde su humilde puesto tuviera ese poder. Y aparte se van encaboronados porque no les dijiste que sí y ¡!!Andan diciendo por todos lados que ya se te subió!!!
Esta caterva de caones se da mucho, y más ahora que los priyistas ya no somos mayoría y abundan los menesterosos políticos como yo. Pues es el caso que allá por 1970, en que era gobernador Juventino Castro Sánchez y subprocurador el abogado Jorge Hernández Palma, un rico prepotente, amigo de él, andaba ingue e ingue en que le consiguiera don Jorge “unas placas chiquitas”. En los tiempos idos el término “placas chiquitas” se usaba para distinguir las placas oficiales cuya numeración era UNA-001, UNA-OO2, UNA-003, que indicaban que eras el gobernador, secretario de gobierno, procurador o presidente municipal de Querétaro.
El portar esas placas en tu automóvil indicaba que la prepotencia iba a bordo y los tránsitos de a pie y los agentes de la policía judicial y preventiva te tenían que dar el paso preferente, te pasabas semáforos con luz roja, te estacionabas en donde te diera tu rechiflada gana, manejabas bebiendo o bebido y nadie te molestaba. ¡Cuántas veces no veías estas placas en vehículos que estaban parados ostentosamente afuera de un bar de categoría, un restaurante de caché, afuera de Catedral o en la misma “Yegua” o en un motel jodido como “El Virrey”, “El Lisboa” o “El Danés”. Sabías quién se encontraba allí. Esta discriminatoria práctica terminó al iniciar el sexenio del doctor Enrique Burgos García en 1991.
Total, que este riquillo sin poder político sentía que le faltaban unas placas chiquitas para satisfacer a su ego y aunque trajera una lanchota del año, color terracota por fuera con interiores verdes perico, estaba necio en conseguir las placas chiquitas para que ninguna autoridad de tránsito o policía lo molestara, y así presumirle a la perrada que eran sus nacas amistades. El dinero no te da categoría, pero en fin.
Las viejas oficinas de Madero 70, donde se ubicaba el Palacio de Gobierno, eran testigos mudos de cómo el personaje en cita iba a ingar cada mañana al famoso licenciado “Palma” para ya exigirle sus placas chiquitas. En sus largas esperas el vejete veía pasar al solemne gobernador con sus trajes negros y elegantes como “El Pingüino” de Batman; así mismo observaba la llegada del entonces joven y poderoso Manuel Suárez Muñoz, a el galán Sergio Padilla Valdés o al sabio maestro Alberto Fernández Riveroll, pero nadie lo conocía, así que su sparring era “Palma”.
Después de cargar esa cruz inmerecida, el bromista Hernández Palma decidió hacerle una de las muy suyas al impertinente sujeto y le habló por teléfono al director de Tránsito estatal, el bondadoso y honesto abogado Salvador Ochoa Juárez, a quien le pidió de favor que le mandara varios juegos de placas para motocicleta y bicicleta, “que las requería el gobernador”. Don Salvador no dudó ni un minuto en obedecer la petición de su amigo y hasta en persona recorrió la distancia que lo separaba de sus feas oficinas ubicadas en Ocampo y Zaragoza para llegar al edificio neoclásico de Ocampo y Madero. Subió hecho la ingada la escalera de caracol y llegó hasta la oficina de la Procuraduría General de Justicia y entregó en propia mano la preciada carga.
Acto seguido, el latoso Palma le dijo a su secretaria que cuando llegara el impertinente ganapán aquel no lo dejara pasar, que simplemente le entregara un sobre cerrado donde estaba “su encargo”. Mientras tanto, Palma y Ochoa Juárez se dirigieron a un barecillo situado en el Portal Bueno para esperar las noticias del caso, entre brindis y risotadas que se escuchaban hasta Madero 70. Cuando se apersonó el imprudente con la adusta secretaria de Palma, con lentes y peinado de Batichica, ésta le entregó solemnemente el sobre y le apuró a que se fuera cuanto antes porque si el gobernador veía eso se iba a molestar; que se trataba de una atención especial pero que no estaba permitida. El ganapán esperó hasta llegar a su casa para abrir la valija y cuál fue su sorpresa cuando descubre delante de su esposa e hijos ¡un chingo de juegos de placas para bicicleta y motocicleta, con el recado de que escogiera la que más le gustara!
Las mentadas de madre del ganapán –al igual que las carcajadas de Hernández Palma- todavía resuenan en las canteras del Centro Histórico.
Hacienda de El Jacal Grande, capilla.
Hacienda construida en el siglo XIX y ubicada en el poniente de la mancha urbana de Santiago de Querétaro, por la carretera libre a Celaya y que por muchos años se llamó carretera Panamericana. La propiedad originaria de este predio correspondió a Diego de Tapia, quien lo bautizó como Jacal Grande de San Francisco, haciendo referencia con este último nombre al poblado y jurisdicción de San Francisco Galileo (hoy El Pueblito).
En tiempos del sitio de Querétaro estaba en la jurisdicción del municipio de Santa María de El Pueblito y pertenecía al señor Eduardo Gutiérrez. A mediados del siglo XIX esta hacienda era propiedad del ex gobernador Julián Juvera, héroe de la Independencia, y en 1860, ya muerto el general, la oficina de Hacienda de Querétaro exigió a su viuda, Carmen Gelaty, que pagara el monto de los capitales piadosos que adeudaba por esa hacienda y otras que tenían. Terminó siendo embargada. La propiedad pasó a manos de María de las Mercedes Herrera, esposa del señor Esteban Lamadrid, principal acreedor de los Juvera Gelaty. Cabe mencionar que la viuda de Juvera pidió ayuda al mismísimo Maximiliano de Habsburgo para retener sus haciendas pero todo fue inútil.
En el siglo XX perteneció a la familia Fernández Siurob, siendo subdividida actualmente en fraccionamientos, hotel Real de Minas y clubes deportivos, pertenecientes a las familias Castro Ballesteros, López Garibay y Vera. Lo único que se mantiene incólume son algunas trojes y la capilla del hacendado. A mediados del siglo XX funcionó un balneario que era el favorito de los queretanos, junto con sus restaurantes y hotel. Todavía recuerdo a cierto sacerdote y a algunos gandules panzones, con barriga chelera, curándosela en sus cuartitos individuales para tomar baños de vapor con una “rusa” y un vodka. Les vendo un puerco crudo o credo.