QUERETALIA
QUERÉTARO Y MAXIMILIANO: Un curioso caso de psicosis colectiva
Continúo en la madrugada del 15 de mayo de 2019 charlando con la sombra del poeta queretano Roberto Chellet en Los Alcanfores, donde una calle lleva su nombre. Con gesto resignado Roberto Chellet eleva la voz para decir: “Por eso el cadáver del emperador caballero es recogido con extraordinaria reverencia; por eso la gente guardó las piedrecillas mojadas de sangre, con la veneración de un holocausto; por eso durante muchos días las calles de Querétaro permanecieron desiertas; por eso cuando se acude al sitio del drama, se experimenta un inexplicable recogimiento; por eso la sombra del dulce fusilado flota sobre las noches tibias de Querétaro como uno de sus más preciados recuerdos taumatúrgicos… Por último, Querétaro, un pueblo de preclaro abolengo hispánico, de conspicua tradición cristiana, de inquebrantable arraigo mexicano, al contemplar la tragedia del Cerro de las Campanas, intuyó certeramente que estaba asistiendo a la tragedia de la Patria misma. Cierto que Maximiliano implicaba el régimen monárquico, la vinculación de México a países de Europa, la tolerancia de intromisión extraña a la vida política nuestra. Peros sus adversarios representaban algo peor: la tutela de México por el imperialismo sajón, el triunfo del luteranismo sobre el viejo pendón de Castilla, el sarcasmo de una hipócrita alianza imposible con quienes hacía apenas escasos veinte años se habían llevado la mitad de México. Y ante el dilema así planteado, Querétaro no vaciló siquiera, sino que con gallarda entereza votó entonces y sigue votando todavía, con la sangre del soñador barbado que juró en Miramar defender la soberanía en México y la integridad de su suelo y supo cumplir cuando, apremiado por el desastre, prefirió caer con honor que entregar Sonora a Napoleón III, al tiempo mismo en que eran firmados por sus adversarios los tratados con que se pagaba la ayuda americana y se ponía a la disposición de su rapiña los restos que habían salvado del crimen del 47”.
Ya un poco más calmado, don Roberto Chellet me dice casi susurrando: “Querétaro, por una de esas extrañas paradojas, nunca se sintió más monárquico que cuando fue republicano, pues presentía quizás, con videncias de predestinado, que se estaba desarrollando en su propia entraña uno de los dramas tristes de las épicas vendimias de la casta, por el cual habría de consumarse el atentado contra la expresión augusta de la reza latina de América. Los tres fusilados eran únicamente símbolos, víctimas propiciatorias, cuyo significado en el mundo de los grandes destinos no era sólo casual: Tomás Mejía, recia personificación del indio mexicano, sufrido y leal, síntesis de las buenas virtudes dejadas por España en estas tierras, católico, patriota y caballero, con taciturnidad muda, lo mismo ante los oropeles de la corte como ante las angustias de la muerte. Miguel Miramón, el criollo auténtico, esencia de la mexicanidad, exponente típico de la latinidad, el que en sus años mozos había recibido el bautizo de sangre en Chapultepec peleando contra los invasores, y cuya vida entera fue una constante y vigorosa afirmación de los altos destinos nacionales. Maximiliano de México, heredero directo de la vocación ecuménica de Carlos V como paladín de la fe y de la tradición continentales, frente a la hegemonía de los pueblos sajones y tránsfugas; el príncipe bendecido por Pío IX, que había de sufrir como aquel pontífice la prueba purificadora de la derrota; el hombre elegido por la casualidad para revitalizar a México con lazos de alianzas europeas, pensando hacerlo grande, para así poder resistir mejor a la voracidad de los imperialismos expectantes; el buen patriota, cuyas últimas palabras en el cadalso fueron la imploración de la felicidad de México. La muerte de estos tres hombres símbolos representaba no sólo el fin de un imperio, era un cambio substancial den la dirección de las corrientes históricas de los altos destinos de nuestra patria, porque con ello no sólo se cortó a México de Europa, sino, lo que es más importante, se cortó a México de México mismo”.
Miré el reloj y vi que las manecillas me marcaban las cuatro de la mañana y al ver mi gesto el poeta Chellet me dijo que terminaría su perorata nocturna con estas conclusiones: “Por eso el drama de “Las Campanas” no puede ser circunscrito a los estrechos límites de Querétaro, ni su honda significación reducirse a un acontecimiento político de carácter interno de México. Es ahí donde culmina un actitud vital que empezó siglos antes en Covadonga; que impulsó los mástiles de las tres carabelas inmortales; que llevó los tercios invencibles de Felipe el Segundo a los campos de Flandes; que salpicó de estelas luminosas los caminos de los misioneros; que regó de maravillas las tierras vírgenes de América que, en una palabra, hizo viable la posibilidad de un equilibrio de fuerzas y de valores morales en el mundo. Por eso cuando Querétaro evoca con unción de viuda fiel el recuerdo de aquella romántica aventura y cree adivinar en las baldosas de sus calles exiguas el sonar del paso de las sombras por entre los portales soñolientos de viejas inquietudes y los cantos de sus fuentes de aguas prestidigitadores, no evoca sólo fantasmas sin sentido, sino “vive” una vez más en el recuerdo de la epopeya triste de la raza grande, que por grande ha tenido que conformarse con ser dolorosamente triste; pero que volverá a ser grande cuando las nuevas gentes, más acorde con su propia esencia, busquen entre el polvo de los siglos la savia fértil que realizó prodigios y se anuden los destinos en las vías subterráneas de la historia en una eclosión apoteósica de estrellas!”.
De repente la silueta se desvaneció por la calle de Felipe Ángeles y yo quedé atrapado en la neblina sin saber por dónde irme a mi casa: si por Primavera o por la tenebrosa ribera del Río Querétaro, tan llena de mariposillas nocturnas a tan altas horas de la madrugada provinciana.