QUERETALIA
EL QUERÉTARO ANTIDEPRESIVO
Amenacé hace dos semanas a mis queridos lectores que les iba a enlistar las cosas que te hacen evitar y/o combatir la depresión, ese jinete del apocalipsis que nos esclaviza y hasta lleva al suicidio, y más, al acercarse el Día de Muertos y Navidad.
Puedo enumerar los lugares comunes como cualquier hijo de vecino (sexo fuera de tu casa, dos chupirules, viajar a París, ir al mar, paseo en el bosque), pero la idea aquí es resaltar los antidepresivos queretanos:
Una nieve o malteada con vodka de La Mariposa; un concierto con la Filarmónica del Estado con música vibrante, con una obra de Johan Sebastián Bach o un allegro o una sinfonía de Mozart; una farsa y justicia en la Casa de la Corregidora con los Cómicos de la Legua; una noche de luna y estrellas en lo más profundo de la Sierra Gorda; una escapada a Cuatro Palos, Pinal de Amoles, y contemplar los volcanes del Valle de México desde ahí; visitar el sótano de El Barro en Arroyo Seco y llegar al amanecer para contemplar las golondrinas; caminar desde San Joaquín hasta La Esperanza, Cadereyta, a través del bosque, y meterte a las grutas; meditar en Ranas, en Toluquilla, en Tancama o ya de jodido en la pirámide de El Cerrito, en El Pueblito, visitando a la Virgen del lugar refugiándote en el convento muchas horas; perderte todo el día en la Basílica de Soriano y en su museo; asistir a una misa con un sacerdote o un fraile elocuente, acompañada esa ceremonia con la orquesta y coro del Conservatorio de Música; subir a la Peña de Bernal, a El Zamorano, a El Doctor; a El Mintehé, a El Picacho o ya de perdida el Cerro de Las Campanas; trepar el monte de La Barreta y contemplar la Sierra de Las Margaritas y el eterno cerro Azul de las Nieves, al norte de Santa Rosa Jáuregui; devorar un chicharrón de borrego en el bosque de Campo Alegre, San Joaquín.
Aspirar los perfumes del amanecer en el Río Concá, visitar las cinco fachadas misionales y desayunar en lo que fue la casa del padre Miracle; meterte a las cascadas de agua fría en El Chuveje y quitarte lo indejo; acampar en El Jabalí y caminar o cabalgar de Bucareli hasta La Meca, San Joaquín; trotar desde la hacienda de Lira hasta Escolásticas y bañarte en sus albercas de agua fría y adquirir figuras de cantera; echarte un chapuzón en los manantiales del árbol centenario en Concá y comerte unas enchiladas serranas con cecina; subir El Cimatario y visitar sus cuevas y parque natural, contemplando cómo se ve la ciudad sin tí; rezar a la Virgen Dolorosa o a la del Monte Carmelo en El Carmen o en Santo Domingo a San Judas Tadeo y a la Virgen del Rosario, admirar los retablos de Santa Clara y Santa Rosa y visitar sus anexos, ya sea ex conventos o ex colegios; rezarle con fruición a San Charbel (poderoso contra las emociones tóxicas) en San Agustín; subirte al mirador de la antigua prepa centro y contemplar el norte y oriente de nuestra levítica ciudad.
Acudir al mirador de La Cruz y al Panteón de las Personas Ilustres de Querétaro al atardecer en compañía de un posible amor; caminar por todo el complejo turístico de la Mansión Galindo y meterte a su alberca de agua fría, recomendable con “novia”, aunque me regañe Nora Hilda Llaca Amaya; pasar una ronda con Jaime y Salvador García Alcocer en El Zapote, Carrillo Puerto, viendo cómo se muere la tarde, escuchando a Jorge Negrete y a los Tres Calaveras; conversar con gente inteligente y espiritual como fray Alonso Cardiel; sentarte a contemplar la Otra Banda y la Casa del Faldón en el jardín de San Sebastián, especialmente en otoño; caminar por la Ribera del Río desde Ezequiel Montes hasta el Instituto Queretano y perderte en las callejuelas de La Cruz, pero si te entra la ansiedad te metes a El Faro o a El Monje o si eres decente echar café en La Vieja Varsovia al Corral de Comedias platicando con Paco Rabell Fernández y su amena charla; contemplar los posters del campeonísimo Guadalajara en la pozolería “Los Pica Piedra” y comerte diez tacos de varilla con salsa verde y una coca sin azúcar para no engordar; imaginarte a Ignacio Guerra madreado en Plaza de Armas y a Julio Figueroa desnudo en franca manifestación; contemplar a la perrada pululando en la Plaza de Arriba tomándote un capuccino en el restaurante 1810, evocando a Pffeifer y a Chucho Aguilar; hincarle el diente a un cabrito de Roberto Quintanar y traer al recuerdo al viejo Ramírez Álvarez y a Miguel Bringas.
Pasear por la antigua avenida del Ferrocarril desde Hércules hasta La Cañada, asomándote al río Querétaro, hurgando la vieja estación del FFCC, sorbiendo nieve, rezar en la Inmaculada Concepción porfiriana, refrescarte en la cervecería de la Fábrica Hércules con una cerveza de sesenta grados alcohólicos y echándote un alipús en El Puerto de Mazatlán y un chapuzón en la alberca de El Piojo; vagar desde San Sebastián hasta El Retablo sintiendo que andas en La Boca Buenos Aires; sentarte a meditar en los hermosos jardines del santuario de Schoenstatt y de ahí meterte a El Megalodeón y engullirte un kilo de ceviche de pescado, pulpo y camarón; leer la columna de El Armero y Tablero de SAVA; meterte a un baño de vapor natural en el géiser de Tashidó en Cadereyta y comer en El Capricho de Tequisquiapan o en las barbacoas de Boyé; rezar un Padre Nuestro en la capillita de la entrada a mano izquierda de San Francisco; desayunar un buffet en la huerta del Museo del Calendario y recorrer a paso despreocupado todas las iglesias, parques y jardines y museos del Centro Histórico; escuchar en el jardín Zenea a la Banda de Música del Estado, especialmente si interpretan la Marcha 1812 de Pedro Tchaikovski; ver y oír una película de arte en una sala VIP con un chingo de Pepsi y palomitas con mantequilla; visitar a El Chilo en su Galería del Recuerdo y que te talle la nostalgia o escuchar un concierto de chello con el gran científico y artista Carlos Prieto en el Museo Regional. Asistir a la misa de Fuego Nuevo en San Felipe Neri con el obispo Faustino Armendáriz Jiménez y los coros y orquestas monumentales del maestro Erick Escandón.
Recorrer a pie desde la Basílica de Soriano hasta el templo de San Francisco en Colón y contemplar el río y los sabinos; deambular desde El Pilancón hasta los jardines botánicos en Cadereyta y, si te sobran fuerzas, ir a comer a la hacienda de Tovares y de allí caminar hasta Tetillas, subir el cerro de San Miguel y rezar en su ermita; tomarte un whisky en Arroyo Seco con Antero Torres Ibarra y que te platique sabrosamente sus verídicas historias; escuchar Una Furtiva Lágrima con Librado Alexander Anderson y un “pendejo” de la boca de Yeyo Olvera Montaño, así como el violín gitano de los virtuosos Migueles Epardo; clavarte de sopetón en las albercas heladas del fraccionamiento San Isidro o de la Hacienda Club en pleno otoño; contemplar La Cabalgata del 23 de diciembre; trotar por la nueva área jardinada que Marcos Aguilar Vega habilitó en el largo y ancho camellón de Bernardo Quintana norte.
Visitar los asilos de ancianos y quedarte un rato a platicar con los miembros de la tercera edad, escuchándolos sobre todo, lo mismo que a los niños y jóvenes de la Casa Hogar San Pablo, además de echar desmadre y una canción con los débiles visuales del alegre y mujeriego maestro Blandina; recorrer de noche las áreas jardinadas de Carretas, Bosques del Acueducto, La Cimatario, Jardines de Querétaro, San Isidro y Álamos; pegarle a los tamales y atoles de la calle Arteaga y escuchar un concierto en el beaterio de Santa Rosa de Viterbo; treparte a pie a Loma Dorada, Pedregal de Querétaro y otras colonias cercanas para contemplar de noche mi ciudad desde el oriente. Visitar las ex haciendas y volcanes apagados de Pedro Escobedo y Huimilpan y llevar una novia a Lagunas de Servín.
A mí me ayudaron mucho todos estos tips para quitarme los demonios del mediodía en mi peregrina vida. Si con todos estos consejos no se te quita la depresión querido lector, te sugiero busques al psiquiatra Miguel Ángel Rangel, a un exorcista chingón o métete un balazo o súbete a un autobús citadino manejado por un cafre alumno de Juan Barrios.
Les vendo un puerco feliz.