El presidente sigue viéndose al ombligo y no está mirando el país que va a dejar. Estamos viviendo un proceso de disolución social, no en el sentido que establece el Código Penal, sino por el desmantelamiento del contrato social que establece las reglas que rigen nuestro comportamiento político dentro de una sociedad, mientras él, agobiado porque el legado histórico que tanto persigue, se está grabando con fuego la palabra “narcopresidente”, como lo llaman en las redes sociales.
Mientras solo se observa en el espejo y rechaza el hashtag que le pusieron encima, las negociaciones que está haciendo la Iglesia católica en diversas partes del país con narcotraficantes y criminales para lograr una pacificación, están acelerando la ruptura de la sociedad, donde la responsabilidad central de los estados modernos, proveer la seguridad, se está trasladando del gobierno -que por esa razón nacieron-, a los cárteles de las drogas y a las pandillas más violentas. Es nuestra incipiente sociedad distópica, Hobbes en su peor dimensión.
El presidente Andrés Manuel López Obrador no puede salir de la trampa de su etiqueta en las redes sociales y se revuelca en acusaciones contra sus opositores, en la paranoia de una conspiración internacional para perjudicarlo. Son molinos de viento reciclados los que embiste, mientras que la salud del país se está deteriorando aceleradamente por su incapacidad para enfrentar la crisis de seguridad y la expansión incontenible del crimen organizado en todo el país ante lo laxo, negligente y displicente de su actitud frente a la delincuencia organizada.
En Palacio Nacional responden como siempre, a su interés particular, no nacional. Todo el aparato del gobierno busca quitarle las manchas. La vocería presidencial, con la maquinaria de propaganda para restarle fuerza al hashtag y la Fiscalía General, en el absurdo absoluto, va en busca de un líder criminal, pero no para encerrarlo por lo que debe, sino para ver si ratifica que Los Zetas también financiaron su campaña presidencial, como lo declaró a la prensa. ¿Parece una locura? Lo es.
El país está inerme ante su delirio. El vacío que ha dejado lo está ocupando la Iglesia católica, que ante la inacción gubernamental y la expansión criminal, no encontró más vía que hablar con los delincuentes y pedirles que se arreglen entre ellos, que negocien y que paren la violencia porque afecta a la gente. En los últimos días, la mediación de obispos en Guerrero logró una tregua entre las dos grandes bandas criminales, Los Tlacos y Los Ardillos, para que se repartan el negocio del transporte del servicio público de Chilpancingo y se restablezca. Antes, en la Tierra Caliente de Michoacán se buscó un cese al fuego y eso está haciendo la diócesis de Toluca para que La Familia Michoacana establezca la paz en el sur del estado de México.
El ejemplo cunde. La Arquidiócesis de México, la más importante del país, afirmó a través de una opinión editorial en el semanario Desde la Fe, que “ante el terror evidente que ha surgido en Guerrero, cancelando la oportunidad de vivir normalmente de los ciudadanos de ese estado, los obispos locales decidieron presentarse ante los líderes de las principales organizaciones delictivas para buscar acuerdos y pacificar la zona”.
No se trata de una negociación que busque promover delitos, aclaró, sino de una negociación en la que los hermanos puedan reconocerse entre hermanos. “En un clima de violencia en el que se pierde de vista al ser humano, priorizando las ganancias, las venganzas, o el orgullo, salen perdiendo todos”, agregó el editorial, “parece que surgió la esperanza de reducir la violencia y recuperar las actividades normales de los ciudadanos, lo cual sería el primer paso en un proceso de conversión que Dios desea hacer fructificar en los corazones de todos”.
Noble propósito, pero utópico. Para los criminales no hay punto de retorno ni reconversión cristiana. Tampoco remordimiento. No creen en Dios sino en Malverde. Es comprensible que los sacerdotes busquen dar tranquilidad a sus fieles, aunque sea una solución inmediatista y de corto plazo que jamás resolverá el problema de fondo. Se equivocan quienes recuerdan el papel de los sacerdotes en negociaciones entre gobiernos y guerrillas para acabar una guerra civil, pues mientras los primeros tienen como motivación el dinero, los segundos luchan por una causa social. Los primeros nunca se reintegrarán a la sociedad; para los segundos, la reinserción es una vía que lleve al cambio.
López Obrador, que tiene estos cables cruzados, se alegró que los obispos de Guerrero pactaran con los criminales, señalando que todos deben contribuir a la pacificación del país. Es una sandez política que explica los disparates de su gobierno, como la búsqueda de la Fiscalía General del jefe de Los Ardillos solo para que limpie el buen nombre del presidente.
Sin embargo, está claro que López Obrador no ve con malos ojos una negociación con los criminales, que sería una vía alterna a lo que ha sucedido en el sexenio, mirar para el lado contrario de donde opera uno de los grandes cárteles para que avance sobre sus enemigos y vaya controlando cada vez más territorio. Si hay una sola gran organización criminal en México, habrá quien lo considere de esta manera, su incentivo para ampliar sus negocios ilegales es que no haya violencia.
El costo bajará en sangre, pero repercutirá en la fortaleza del Estado Mexicano, donde el poder no lo tendrá el gobierno, sino los criminales. Este es el camino que ha construido el presidente con su estrategia de seguridad, que ha funcionado mejor para los cárteles que para los ciudadanos.
Ceder a los grupos criminales el poder para cambiar las cosas, que es lo que significan las negociaciones para la pacificación, es permitirles que controlen el destino de ciudades y regiones, por ahora, y posteriormente de estados y el país entero. Aplaudir esas iniciativas, como lo hace López Obrador, es una aberración, como se apuntó en este espacio hace unos días, y será el legado más infame que deje al país y a su propia historia política.