La deferencia política que hizo el gobierno de México al presidente de Cuba, Miguel-Díaz Canel, llegó en un momento nada ideal y está haciendo tropezar al presidente Andrés Manuel López Obrador. En sus arengas en El Grito, López Obrador gritó vivas a la democracia. Doce horas después, el Parlamento Europeo votó, casi a razón de dos a uno, una resolución contra la represión del gobierno cubano contra sus ciudadanos el 11 de julio, acusándolo de haber violado los derechos humanos, en particular la libertad de expresión, ante una protesta en 40 ciudades que no había visto La Habana desde 1994. El defensor de la democracia y las libertades, como se presentó López Obrador, defendiendo al represor de la democracia y las libertades, como señalaron a Díaz-Canel. Esta suma de dos no dio cuatro.
La Secretaría de Relaciones Exteriores le debe haber advertido al presidente de la existencia de ese proyecto de resolución y de la posibilidad de que se votara este jueves, pero López Obrador no alteró sus planes. Invitó Díaz-Canel al Desfile Militar del 16 de septiembre, y le abrió un espacio inédito en esta fecha icónica de las fiestas patrias, para pronunciar un discurso. De manera sincronizada, los dos coincidieron en críticar al gobierno de Estados Unidos. Díaz-Canel tuvo en Palacio Nacional una tribuna privilegiada para hacerlo y dejarse escuchar, y López Obrador utilizó el momento para fijar una posición y aspirar, lo haya pensado o no, al liderazgo regional, abrigado por los países del eje anti-estadounidense y por la Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, que se quiere sea el dinamo de una nueva Organización de Estados Americanos.
Si la semana pasada fue la de la pérdida de soberanía ante Estados Unidos, esta será la de la recuperación de soberanía frente a Estados Unidos. López Obrador, con ese lenguaje moral que utiliza para todo, dijo que “se veía mal” que el gobierno de Estados Unidos utilizara el bloqueo a Cuba para impedir el bienestar de su pueblo, repitiendo por tercera vez en menos de tres meses la exigencia al fin del embargo. López Obrador se alineó con Cuba, Venezuela y Bolivia, las tres naciones con mayor atagonismo actual frente a Washington.
López Obrador hizo chicanas discursivas, responsabilizando al embargo que el pueblo cubano, “obligado por la necesidad”, tuviera que enfrentarse a su propio gobierno, como parte de una “perversa estrategia” de Estados Unidos. Esta justificación de la represión, traerá muchas críticas al presidente, que sigue acumulando puntos para que lo encasillen en el grupo de presidentes autócratas. Sin embargo, es refractario al disenso, que lo endurece y radicaliza. Su problema de fondo es con Estados Unidos.
Jugar en los dos campos, que son antagónicos, pensando en caer de pie, es una apuesta muy alta. Y cuando se apuesta alto, o se gana mucho, o se pierde mucho. Aquí, lo que tiene que analizar con cuidado el presidente mexicano, es cuál es su margen real de maniobra frente a un país del cual depende más del 85% de la economía mexicana y de donde han llegado en catarata las remesas que han impedido un brote social. Los principios no pueden ser químicamente puros cuando existe una dependencia como la que hay de Estados Unidos, pero esa misma genera ventanas de oportunidad si se actúa con inteligencia y oficio político.
Hasta ahora, por lo que se sabe de su forma de procesar, ha sido muy simplista, lo que provoca a Biden, quien no ha llegado a la agresividad del ex presidente Donald Trump contra Cuba, desmantelando lo avanzado por su antecesor Barack Obama. López Obrador ha comentado internamente que Biden no se atravería a hacer nada contra él por sus altos niveles de popularidad. Bajo esa lógica, si fuera sujeto de un ataque de Washington, habría una respuesta negativa en México contra Estados Unidos. No obstante, existe una alta probabilidad que López Obrador tenga un diagnostico tan romántico como equivocado.
Las protestas contra Estados Unidos en los 70’s, la década en donde está anclado su mundo, no modificaron las acciones de Washington. Lo que provocó cambios fue la presión política y diplomática, sin bravuconadas públicas, como sucedió con el Tratado del Canal de Panamá, que López Obrador utilizó como un modelo moral que podría seguir Biden, aunque en realidad no es un ejemplo análogo, ni por su origen, ni por su historia, ni por la unanimidad en América Latina en contra de ese enclave estadounidense, muy diferente a la dialéctica política con Cuba.
Si López Obrador quiere ayudar a Cuba eficazmente, no son los desplantes de macho como lo logrará. Eso no conducirá a ningún lado con los cubanos, y dañará al mismo tiempo la relación de Estados Unidos con México. Pero si revisa el pasado, no para efectos de propaganda, sino para encontrar ideas de cómo actuar, puede analizar el gran esfuerzo del Grupo Contadora, una idea del gobierno de Miguel de la Madrid, que contuvo una invasión de Estados Unidos a Centroamérica y allanó el camino a la paz regional negociada, resistiendo las presiones sin pelearse públicamente, o la Iniciativa de la Cuenca del Caribe, en donde participó el gobierno de Carlos Salinas, para estimular el desarrollo de esa región mediante una especie de Plan Marshall respaldado por Estados Unidos.
Biden, como Obama, es proclive a mejorar sustancialmente la relación con Cuba, pero el país que gobierna está en condiciones más difíciles para un nuevo acercamiento, gracias a la polarización que provocó Trump. López Obrador tiene que considerar ese contexto y actuar con inteligencia si quiere allanar el camino a una negociación entre los dos países, pero con discresión, si es que habla seriamente. De otra forma, atado a su protagonismo inmediatista, quedará arrinconado en el lugar que el mundo destina a los populistas autócratas, y como un socio norteamericano mal agradecido y poco confiable, a quien, cuando se den las condiciones para hablar con Cuba, todos ignorarán.
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