Aquimichú es la canción de una burrita que de tanto andar ya no quería caminar, y que como dice su letra, “da unos pasos pa’ delante y otros tantos para atrás”. Por años se ha utilizado esta figura como metáfora en la política mexicana para describir a un líder que cambia decisiones sin sentido o se contradice, generando confusión. Y esto es precisamente lo que hizo ayer el presidente Andrés Manuel López Obrador cuando descalificó una de las medidas más importantes que había emitido la Secretaría de Educación Pública para el regreso a clases presenciales: la carta responsiva de los padres de familia de que sus hijos estaban bien de salud para poder ir a clases presenciales.
Esa carta, que forma parte de un protocolo de 10 acciones sanitarias dado a conocer frente a él el viernes pasado por Delfina Gómez, secretaria de Educación, fue tirado a la basura por López Obrador. “Acerca de la carta, pues no es obligatoria; si van los niños a la escuela y no llevan la carta, no le hace”, dijo. “Es que nosotros aquí tenemos todavía que enfrentar esta concepción burocrática, autoritaria, que se heredó del periodo neoliberal. Entonces, ustedes creen que yo tuve que ver con la carta. Pues no. Fue una decisión abajo”.
Una vez más, la politización se impuso a una política pública. Es probable, porque López Obrador es muy reactivo a toda crítica que impacte su imagen, que ante los señalamientos negativos sobre la carta responsiva, haya querido minimizar su costo a nivel personal y trasladar el fuego a la secretaria. Pero como siempre lo hace, envuelto en sus confusiones conceptuales sobre la libertad. “Si me hubiesen consultado”, reiteró lavándose las manos, “hubiese dicho no, somos libres, prohibido prohibir”.
Bajo ese criterio no se gobierna; se administra la anarquía. Él suda centralismo y enseña su incapacidad para delegar. El control que ejerce paraliza todo, al tiempo que destruye la cohesión interna con tanta descalificación a colaboradores. Una medida positiva de su gobierno, como esta, que estableció el protocolo sanitario para cuerpear su afirmación de “llueve o truene” habrá clases presenciales, la desautorizó inexplicablemente. No fue nada más descalificar a la secretaria y todo el equipo detrás, incluidos colaboradores del presidente en Palacio Nacional, sino el mensaje que da a los padres de familia: hagan lo que quieran, pero manden sus hijos a la escuela aunque, otra vez en una rectificación prudente y efímera ante sus anteriores declaraciones determinantes, no sea obligatorio.
La palabra de López Obrador es poderosa, pero hay algunos temas donde ha perdido fuerza y credibilidad. El tema del regreso a clases es uno de ellos, así como su libre albedrío en materia de medidas preventivas contra la covid-19, que al ser el jefe del Ejecutivo, no significa que ejerza su libertad, sino que cae en la irresponsabilidad. Como presidente, él debe establecer los marcos de referencia para la seguridad de la sociedad, no borrarlos y que cada quien haga lo que pueda. No vive bajo la ley de la selva hobbsiana, pero está atrapado ideológicamete en ese ámbito. La sociedad mexicana, sin embargo, no le ha hecho mucho caso a sus posiciones sobre cómo enfrentar la pandemia, mostrando que cuando lo que está en juego es la vida, el presidente no es el modelo a seguir. ¿Cómo puede apelar a los padres de familia a que tomen riesgos cuando él mismo, que ha hecho pública su aversión al riesgo, reduce además los márgenes de seguridad frente al peligro?
Una encuesta que publicó ayer El Financiero muestra que el 58% de los padres de familia consultados estuvieron en desacuerdo con el regreso a clases presenciales, mientras que el 40% se manifestaron a favor. Hay miedo en la sociedad con razón. En el mismo estudio, el 68%, casi 7 de cada 10 personas entrevistadas, conocieron a una persona que murió por el coronavirus, y el 80%, 8 de cada 10, conocen de alguna que resultó contagiada. Los llamados del presidente al regreso a clases presenciales se han dado en la espiral ascendente de la tercera ola de la pandemia, y coincidirá la apertura de clases presenciales con el pico de esta fase.
El zar del coronavirus, el subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, ha tratado de ubicar las frases alegres del presidente en un marco científico, aunque como lo ha sido durante buena parte de la pandemia, chapaleando más en la política que en la ciencia. López-Gatell afirma que no hay evidencia de que los menores sean queines están en mayor riesgo de contagio hoy en día, lo cual es cierto en números absolutos, pero no en relativos.
Los dos principales hospitales infantiles, por ejemplo, tienen un incremento en casos de 70%, mientras que el número de defunciones de menores de 40 años, supera las reportadas en las dos primeras olas de la pandemia. Los más afectados por la tercera ola están en el rango de 30 a 39 años, edades en donde pueden ubicarse muchos padres de familia cuyos hijos van a ir a la primaria a fines de agosto.
Es entendible la necesidad en las familias y las propias autoridades para el regreso a clases presenciales, pero lo que es incomprensible es la actitud del presidente al anular los protocolos sanitarios que emitió la Secretaría de Educación con el respaldo y las recomendaciones de la Secretaría de Salud. Las 10 acciones ya respondían a la lógica del presidente, como excluir pruebas rápidas aleatorias por semana, como lo que están haciendo en muchos países, o revisar la vulnerabilidad de los maestros que fueron vacunados con CanSino, que ha probado sus limitaciones. Pero aún así, el protocolo sanitario era un muy buen comienzo para generar certidumbre, y no para que una actitud imprudente busque sepultarlo. Las secretarías de Educación y Salud deben no hacerle caso al presidente y mantenerse firme en lo que plantearon, por su bien pero, sobre todo, por el de los niños y los padres de familia.
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