Xalapa, 14 de marzo. La mañana es amable: el templo repleto. Ian, mi nieto, un hermoso niño recibe su primera eucaristía. Lo veo pasar, cirio en mano. Todo es alegría. Y después el festejo en amplios jardines. La larga sobremesa. Como si nada fuera a pasar. Pero algo pasó: esa misma noche la autoridad educativa, inopinadamente, anuncia el adelanto de las vacaciones. Lo entenderíamos después: un monstruo invisible ha tocado la puerta. Es la pandemia que, silenciosamente, corre de un lado a otro. De China a Italia, y más temprano que tarde, esa molécula de proteína penetra los cuerpos, los envenena. Obliga a todos a desplegar las precauciones para evitar el contagio. Como todas las plagas, poco a poco crea una aguda conciencia del peligro, la posibilidad de lo peor, solo evitable, tras muchos titubeos de los epidemiólogos, con el uso del cubrebocas, el lavado frecuente de manos y la distancia física. La extrema limpieza. La epidemia nos paraliza: nos exige el confinamiento, ese atroz “quédate en casa”, esa advertencia de que nada volverá a ser lo mismo, de que la normalidad será ‘nueva’, sin educación presencial, sin convivencia familiar. Es la desolación, el miedo, la angustia que deja de ser existencial, como aquella que no tiene objeto real, algo siniestramente indefinido. Es la ansiedad, el insomnio, la desesperanza, la triste aceptación de lo real. Alain decía, con razón, que el universo nada nos ha prometido. Pero ni mucho nos ha enseñado: la fragilidad de la vida, la certeza de la muerte. Pero amén de los estragos pandémicos, esta tragedia de la humanidad entera ha acrecentado el amor a la vida, a los seres queridos, a los animales, a las plantas.
Ahora sabemos que poco se necesita para vivir, que la salud mental conlleva el desapego de las cosas, el repudio a la vana ambición del poder. Pobres de aquellos que se aferran a esas miserias, que riñen por nada, que defienden lo indefendible.
¿La vacuna? Una leve esperanza que no nos exime de los protocolos sanitarios. Nada tenemos ‘domado’ como afirmó el tabasqueño en mayo del año pasado. La oscuridad nos persigue como un ‘perro fiel’, según expresión lúcida de una amiga mía. En lo personal sufro por mis pequeños nietos, que comienzan a vivir. Aunque me consuela que ellos aún pueden moverse en áreas verdes, montar en su bicicleta, contar con sus padres, disponer de lentes para proteger la vista. ¿Ha considerado riesgo permanecer largas horas frente al procesador, la inepta autoridad educativa? Lo dudo.
Me duele mi país. Dividido, presa de añejos resentimientos, aturdido por el placer de odiar. Es posible que la pandemia pierda su fuerza y se aleje. Pero el contagio del odio tardará en desvanecerse, porque no está en los cuerpos sino en el alma de millones de mexicanos, enamorados de ídolos de barro, esclavos de su fanática credulidad.