Estamos en Berggasse 19, Viena. Ahí está ubicada la casa-museo donde habitó Sigmund Freud de 1891 a 1938. Me acompaña un ser entrañable. Aunque faltan algunos objetos, viajeros por el mundo en ese momento –el diván icónico, el maletín y algunas pertenencias de su predilección–, respiramos el aire del genio, del padre del psicoanálisis que exploró áreas de la mente humana, insospechadas para la racionalidad burguesa: el inconsciente, las claves para interpretar los sueños, los actos fallidos, las pulsiones básicas que mueven el comportamiento del humano ser: eros y tánatos, el uno orientado hacia la vida; el otro, hacia la muerte. El que explica el por qué nos aferramos al vivir, al amor incluido, y el que desata en nosotros la agresividad, la violencia, la destrucción, ese Atila recóndito y devastador. Describo todo esto de manera esquemática, pues que la complejidad narrativa del austriaco me exigiría páginas y páginas, por demás siempre polémicas dada la novedad de los hallazgos.
Traigo a colación esta remembranza, por lo que ocurre hoy en la vida pública de México, al frente de la cual, está un hombre dominado por el tánatos, por esa agresividad incontrolada que, carcajadas malsanas y denuestos a sus supuestos adversarios derrama ya no digo el miedo sino el pavor colectivo, no obstante esa pequeñez que le pasa inadvertida en un mundo que no acaba de comprender en tanto que sobrevalora los alcances de su poder autocomplaciente y, por ende, ingenuo. Pues ¿no es verdad que a todos cree engañar con aquello de que su “movimiento es el más grande del mundo en un patético desplante megalomaniaco? O ¿a mis sentidos ofende la verdad cuando digo que el tabasqueño es obsesivo compulso, en tanto a diario repite lo mismo, lo mismo, hasta fatigar la inteligencia?
Y me pregunto si no sería pertinente que figuras como el de Macuspana, cuyas acciones impactan con descomunal fuerza la vida de millones de seres humanos, se sometieran a exámenes psicológicos, dada la impresión que trae consigo su gobierno, de que ha perdido la razón, de que las virtudes que deberían acompasar su pensar y su actuar, se han extraviado en algún rincón de su infancia. Yo diría que sí. Que ningún dirigente político de su importancia debería estar exento de una valoración de su salud mental. Como para evitar que esa pulsión tanática arrastre consigo millones de vidas, ya en su favor, ya en su contra, pues el dividir en un sentido o en otro, es el secreto de un juego perverso que ha puesto freno a un proceso civilizatorio que bien merece una ciudadanía que, como las mujeres maltratadas por sus cónyuges no saben ya para donde hacerse, prisioneras de una tiranía insoportable.
Sigmund murió en Londres en 1939. Él y su familia habían huido de la persecución nazi. Pues judío era. Pero antes, un alma generosa movida por la voluntad de ayudar a los demás.