El presidente Andrés Manuel López Obrador tiene una brújula muy extraviada en el tema de los derechos humanos. Aunque tiene una preocupación auténtica por los miles de desaparecidos y las cientos de fosas clandestinas en amplias regiones del país, cuando se trata de aterrizar su interés a acciones de gobierno, no sabe qué hacer. Afirma que este tema es prioridad, pero los esfuerzos para enfrentar el problema los ha deshidratado y dejado sin presupuesto. Pensaba incluso desaparecer la Subsecretaría de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, en la última guillotina a la administración pública, que se evitó hasta que entendió lo que significaría en costo para su imagen en México y el mundo. Ha mostrado gran ignorancia en este tema que lo llevó a cometer un error estratégico: abrirle la puerta a la ONU para intervenir en los asuntos internos del Poder Judicial.
López Obrador propuso reconocer la competencia del Comité contra la Desaparición Forzada de la Organización de las Naciones Unidas “ante la magnitud de la crisis” –reconocimiento tácito del fracaso de su política-, y el martes pasado el Senado, que vio la parte noble de la iniciativa presidencial, la aprobó por unanimidad. No hubo debate parlamentario, ni discusión en la opinión pública. Este cambio radical en una política de Estado, entró tan fácil como una daga en mantequilla. La crítica de los abogados se ahogó en la gritería de los asuntos públicos, y la molestia dentro de las Fuerzas Armadas, como siempre, es silenciosa. Potencialmente, le abrieron la puerta al diablo.
Ni el Presidente ni los senadores levanta manos, tienen memoria. En 2012, el gobierno de Guatemala y la ONU crearon la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) un órgano independiente que apoyaría las instituciones de procuración y administración de justicia de esa nación centroamericana en la investigación de grupos paramilitares y clandestinos de seguridad. La Comisión estaba encabezada por el venezolano Iván Velásquez, y antes de que el gobierno guatemalteco se fiera cuenta, caminó por rutas paralelas y llevó a la investigación de corrupción en el sistema aduanero, que produjo la detención del presidente Otto Pérez Molina y la vicepresidenta Roxana Baldetti, acusados de manejar una organización criminal que cometió fraude de 20 millones de dólares en 2015. El juicio comenzó en marzo pasado.
En agosto de 2014, cuando esa Comisión hacía tambalear a las instituciones guatemaltecas, uno de sus arquitectos, Michael Mörth, dijo en una entrevista con la agencia rusa Novosti, que cuando fue concebida, “siempre la entendimos como un modelo que se (podía) expandir en América Latina o países donde no hay Estado de Derecho. No tengo ni la menor duda de que una CICIG sería muy útil en México y Honduras”.
Esta Comisión surgió de la ONU, pero siempre contó con la inspiración jurídica y el apoyo político del gobierno del demócrata Barack Obama en Estados Unidos, y desde entonces se han registrado presiones contra el gobierno mexicano. En 2015, José Miguel Vivanco, director para América Latina de Human Rights Watch, dijo a propósito de un informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos sobre Tanhuato, Michoacán, donde la Policía Federal incurrió en un abuso de fuerza que produjo una matanza de presuntos integrantes del Cártel Jalisco Nueva Generación: “Desafortunadamente, las atrocidades cometidas por los agentes del Estado, inicialmente negadas por funcionarios del Gobierno, que terminan en impunidad, se han convertido en un patrón. La evidencia de los asesinatos por parte de las fuerzas de seguridad mexicanas continúan apilándose”. Desde hace aproximadamente cinco años, abogados estadounidenses han ido construyendo un caso de genocidio en contra del ex presidente Enrique Peña Nieto y varios miembros de su gobierno, con la idea de llevarlos a la Corte Internacional de La Haya acusados de genocidio—un delito que no prescribe.
Abrirle la puerta López Obrador al Comité contra la Desaparición Forzada, no se va a parar en los miembros de la delincuencia organizada. Se investigará a la Policía Federal y a las Fuerzas Armadas, pero no sólo del 1º de diciembre de 2018 hacia atrás, como debe pensar el Presidente, sino que se extenderá a la actualidad. En lo que va de su administración no han cesado los asesinatos y las ejecuciones extrajudiciales por parte de autoridades, como probablemente tampoco las desapariciones. Por estar anclado ciegamente en el pasado, López Obrador no ve el presente y menos aún vislumbra al futuro.
Desde varios años, la preocupación en Estados Unidos ha sido el respeto al Estado de Derecho, la certidumbre jurídica y la lucha contra la impunidad, que si bien eran puntos muy flacos en el gobierno de Peña Nieto, se han extendido en el de López Obrador. La aplicación del Estado de Derecho es selectiva –con una Suprema Corte cada vez más complaciente con el Ejecutivo-, no hay certidumbre jurídica –se ve todos los días- en las mañaneras, ni hay lucha contra la impunidad, porque la cruzada contra la corrupción, enmarcada en la narrativa y las vendettas políticas, no significa elevar las barreras y los costos jurídicos para reducir la impunidad.
Que un organismo internacional venga a México para realizar las funciones que ni la Fiscalía General, ni las áreas de derechos humanos dentro del gobierno, ni la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, ni el Poder Judicial ha podido hacer y están rebasados, como admitió la Presidencia, puede parecer una gran iniciativa de López Obrador, pero es la claudicación del Estado en la administración y procuración de justicia. Es el primer paso para que haya un tribunal extraterritorial que juzgará a los criminales, a las fuerzas federales de seguridad y a funcionarios del gobierno, del pasado y del presente. No son diferentes los de antes y los de ahora, como cree López Obrador. Son iguales y de esa manera serán juzgados eventualmente y sentenciados. Ahí está Pérez Molina como ejemplo.
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