La semana pasada, mientras depuraba algunas cosas en casa, me vi sumergido en la tarea de separar artículos para tirar o donar, cuando un objeto, entre montones de recuerdos olvidados, captó mi atención. Allí estaban, mis primeros zapatos de fútbol, esos pequeños compañeros que habían caminado conmigo a través de tantas historias y que, con el paso del tiempo, parecían hablarme sin necesidad de palabras. Estaban duros, como si la piel misma hubiera sellado las huellas de un pasado lejano. La suela, lisa y desgastada por los interminables partidos sobre el cemento de mi barrio, contaba en cada marca de desgaste los goles, las caídas, las risas compartidas y las ilusiones formadas al ritmo de una pelota que parecía tener alma propia.
Eran unos zapatos sencillos, de cuero, con una línea blanca que simulaba la mítica marca Puma, humildes pero llenos de magia para quien, como yo, soñaba con el fútbol a toda hora. Mi papá los había guardado, sabiendo que, aunque no lo entendiera en ese momento, aquello no era solo un par de zapatitos rotos, sino un pedazo de mi infancia. Raspados en la punta, rasgados por el tiempo y el uso, esos zapatos de fútbol eran un testimonio de mi primer amor: el fútbol.
Hoy, al mirarlos en mis manos, ya sin la presencia física de mi papá a mi lado, siento una profunda gratitud, como si esos zapatos me hablasen en silencio. Agradezco hasta el cielo que los haya guardado, porque más allá de ser un objeto, son el portal a un mundo donde todo se reducía al juego, a la pelota, a la promesa de un gol. Me llevan de vuelta a esos días más puros, cuando el fútbol no era solo un deporte, sino la razón misma de mi alegría. Y aunque ya no puedo compartir con él la emoción de ver esos zapatos, me reconozco a mí mismo en ellos, en cada cicatriz de la suela, en cada marca de desgaste. Son, sin duda, más que recuerdos. Son mi infancia. Son mi fútbol.
Yo, al igual que todos los niños, con las rodillas llenas de tierra y los sueños bordados en las suelas de mis zapatitos, pisaba el campo imaginario con una nueva misión: ser el protagonista de una historia que todavía no había comenzado, pero que está escrita en la palma de los pies. Los zapatos nuevos, esos que huelen a esperanza y a futuro, son mucho más que un simple accesorio en la vida de un niño futbolero. Son la promesa de que todo puede ser posible, la convicción de que, al ponérselos, uno puede correr más rápido, saltar más alto y, sobre todo, marcar goles imposibles.
El fútbol, esa religión sin dogmas, ha ido cambiando con el paso de los años, pero hay algo que permanece constante: el amor inquebrantable por el primer par de botas de fútbol, aquellas que te entregan el poder de ser otro, el de transformarte en un héroe efímero que se esconde tras la camiseta de tu equipo favorito. Recuerdo aquellos días en los que siendo niño no solo me sentía más rápido al calzarme unos nuevos zapatitos de futbol, sino que, de alguna manera, el peso del cuero y la precisión de sus líneas me conferían algo más. Y es que no solo era calzarse un par de botas, sino un acto de fe.
Hoy, los avances en materiales, en tecnología y en diseño han hecho que las botas sean cada vez más ligeras, más rápidas, más perfectas. Pero lo que nunca ha cambiado es la magia que se encuentra en ese primer toque, en ese primer paso con unas botas nuevas. En ese momento en que un niño cree que todo es posible, que todo el campo le pertenece. Y no importa cuántos años pasen, cuántos pares de botas nuevas vengan a nuestras vidas, esa emoción no se borra. Es la misma que se siente cuando el silbato suena y el balón, con su peso preciso, toca el césped por primera vez.
Porque, al final, no son los zapatos los que hacen al futbolista. Son las emociones, las historias que se van tejiendo sobre la hierba, los gritos de gol que se pierden en el viento. Son los sueños, con un par de botas nuevas, que pueden volar más alto, alcanzar más lejos y, sobre todo, seguir alimentando esa pasión que nunca se apaga.
Así, con cada paso, un niño no solo lleva unos zapatos nuevos; lleva consigo el peso de la historia, la fuerza del presente y la esperanza de un futuro lleno de victorias y recuerdos. Y cuando, años después, esos zapatos ya no brillan como antes, cuando el cuero se ha desgastado y la suela ya no responde igual, es cuando comprendemos que lo que realmente queda no es la zapatilla, sino el alma que una vez la calzó.
Hoy tengo más de 40 años, aun sigo pateando la pelota, aun me sigo disfrazando de futbolista y aun sigo calzándome esos zapatos que me llevan a la infancia. El fútbol es así, siempre renovándose, siempre creciendo, pero nunca olvidando que, en cada zapato, en cada bota nueva, late el corazón de un niño que sigue soñando. Y esa emoción, como el primer gol de un niño, nunca dejará de ser poesía.







