Niños y adolescentes ya se van a la escuela y esta decisión gubernamental ha dividido las opiniones de padres, tíos, abuelos, maestros, autoridades, comerciantes del ramo, un ramo muy, muy frondoso por cierto, analistas políticos y hasta de quienes no tienen “vela en el entierro”.
La discusión se ha centrado en dos puntos: uno, el edificio que alberga la escuela, principalmente el aula y sus pupitres, la distancia entre estos y entre alumnos y de ellos con sus maestros y directivos. Capitalizando el temor, habrá colegios que oferten seguridad, como pupitres aislados con acrílicos transparentes. El otro aspecto en discusión, es sobre si la responsabilidad de contagio recaerá en la escuela o en los padres que avalarán la buena salud del alumno mediante una carta responsiva. Todos tienen la razón porque su hijo es su prenda amada, su vástago, la niña de sus ojos.
El entorno imaginario en que se da esta discusión, es el de una sociedad inexistente, perfectamente responsable, higiénica, saludable, de hogares que han mantenido a sus niños en una vitrina de cristal a salvo de cualquier polvo del mal y de una sociedad con autoridades eficientes, honradas y sensibles. La realidad es que este es un país que vive del trabajo eventual, inseguro, volátil y que por ello los adultos no han podido vivir en aislamiento y la gran mayoría de niños y adolescentes no han dejado de andar en la calle. Algunos, han abandonado la escuela para trabajar y contrarrestar el boquete económico generado por la pandemia. Muchos, se la han pasado en la calle haciendo los mandados, paseando, jugando o simplemente respirando libertad. Los que pudieron, guardaron a sus niños durante aquellos dos meses denominados de cuarentena, después, con cubrebocas o sin él, volvieron a las fiestas infantiles, a las excursiones, al mercado y a todo tipo de convivencia social y así seguirán y aunque no es deseable, es más probable que se enfermen por comer “chuchulucos” y por la desnutrición que agobia a la niñez mexicana, por vivir amontonados en mini casas y compartiendo hasta la cuchara con adultos enfermos, por falta de agua para necesidades elementales, falta cada vez más notoria y frecuente y entre muchas causas de enfermedad más, es más probable que enfermen por depresión, miedo y violencia intrafamiliar o por correr a diario el riesgo, ese si, latente, de trasladarse en el transporte público, que por contagiarse de COVID en la escuela.
Ya se van niños y adolescentes a la escuela y aunque las autoridades presumirán el transporte escolar, evidentemente insuficiente, la mayoría de los escolares van a la escuela en transporte público, que además de costoso es pésimo, tanto, que sexenios van y vienen y nadie logra hacerlo eficiente. En él, niños y adultos se van rozando los virus y hasta el ADN y si salen bien librados de este intercambio flemoso, quién sabe si resistan las cepas virulentas escondidas en la mugre de los asientos y la afectación de tímpanos estresados por la música rumbera que vibra en los cristales, del manoseo y los carterazos y el susto por los enfrenones o de ver al chofer hablando por teléfono o echando novio.
La distracción por la pureza de las aulas impide exigir a quien esté a cargo, que, por lo pronto, el transporte público no sea foco de infección para sus pasajeros. Al final del día, la cotidianidad del exterior es tan riesgosa, que seguramente en las aulas los niños estarán más seguros. Lo sabremos Al tiempo.