SERENDIPIA
Este jueves en Palacio Nacional, el Presidente y algunos miembros de su equipo vistieron una camiseta gris con el centro iluminado por una silueta blanca y alegre del número 43, y debajo la leyenda: “Yo con la verdad”. Los padres de los normalistas de Ayotzinapa le pidieron a AMLO portarla como símbolo de una verdad que aún espera despertar algún día de las entrañas del Estado mexicano.
El quinto aniversario de la desaparición de los estudiantes entregados al crimen organizado por policías que debieron protegerlos transcurrió entre símbolos y discursos trascendentes por el desafío y la hondura que representan cuando el país vive una de sus más graves crisis humanitarias: 300 mil homicidios y 120 mil desaparecidos, y los primeros meses de 2019 como los más violentos de los últimos años.
Viejo luchador de izquierda, también portando la camiseta con el 43 como símbolo de impunidad, el subsecretario Alejandro Encinas tradujo lo que significa la ominosa desaparición de los normalistas: “Ayotzinapa es un reto enorme porque conjuga todos los males que heredamos: la narco política, la violencia, la impunidad”. Más adelante, selló su intervención en Palacio Nacional: “Ir al fondo implicará el fin del viejo régimen”.
Ir al fondo. Qué peso el de estas tres palabras, cortas y fugaces las dos primeras, rotunda la tercera. La primera acepción de “fondo” en la Real Academia Española refiere a la “parte inferior de una cosa hueca”.
Ir al fondo de las cosas en el viejo régimen priista evoca muchas cosas, menos porosidad. Pero el tiempo lo volvió vulnerable, y sus huellas más recientes, en el gobierno de Enrique Peña, confirman que el partido fundado por Calles llegó vacío a las elecciones. Llegó hueco y despojado de los principios y valores que pese a la corrupción de siempre, aún enarboló una generación diferente de políticos en otra época.
¿Veremos el fin del viejo régimen? Una serie de evidencias oreándose en público como nunca antes confirman que el PRI y la clase neoliberal de las últimas décadas viven los peores días de su historia, exhibido por los excesos que llegaron a extremos insospechados incluso comparados con los gobiernos de Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo y Salinas.
No sé si el fin del viejo régimen esté próximo, pero históricamente es trascendente que las denuncias públicas de empresarios –“No puede repetirse lo que me hizo el gobierno de Peña y la forma en la que ultrajaron mi nombre para arrebatarme mi empresa”, escribió Amado Yáñez, dueño de Oceanografía encarcelado en 2014–, y la recuperación de piezas útiles al viejo régimen como Carlos Denegri, periodista corrupto retratado por Enrique Serna en El vendedor de silencio, permiten ver, quizá por primera vez con lujo de detalles –como en una película 3D–, el método sistémico y silencioso con el que el Estado operó por décadas como un pulpo sincronizado para construir narrativas, destruir y golpear desde el poder.