SERENDIPIA
“Tu vecino es tu hermano”, me dijo el otro día la vecina, una venezolana madre de un músico que toca el violín en una orquesta sinfónica. En la vida diaria a menudo convivimos más con la persona que vive al lado, que con nuestras familias extensivas —hermanos, abuelos, primos y tíos—; y las notas repetitivas de un violín a la medianoche pueden ser música para tus oídos, o un infierno para el insomne.
Sitios como la Ciudad de México son también el espacio común donde surgen conflictos y diferencias.
¿Quién no ha tocado la puerta del vecino porque el volumen de la música parece a punto de hacer estallar las ventanas?
¿Cuántas veces un vehículo estacionado en una salida no ha sido el principio de un problema que termina a golpes o peor?
El vecindario, la comunidad más íntima y próxima, resiente como nunca el impacto de diferentes tipos de violencias soportadas por construcciones políticas, sociales, económicas, culturales y raciales en el paso del tiempo.
En años recientes, las violencias han provocado que los habitantes de distintas áreas geográficas vivan cada vez más en contextos que ponen en riesgo su seguridad y tienen repercusiones en la vida personal, familiar y social (El crecimiento urbano y las violencias en México, Iniciativa Ciudadana y Desarrollo Social).
Se lee fácil, pero no se digiere. En sentido opuesto a la utopía, en México hemos caminado en los últimos años hacia una distopia que no tiene fronteras.
Los feminicidios —más de mil sólo en 2019— y la violencia contra las mujeres; los más de 60 mil desaparecidos y los más de 215 mil asesinatos en la última década —uno cada 23 minutos— son los elementos más visibles de una sociedad indeseable convertida en realidad.
En una conversación con W. J. Weatherby sobre la violencia, el escritor Norman Mailer decía que el delincuente juvenil es violento no porque sus padres necesariamente lo hayan sido con él, ni siquiera porque la sociedad haya sido directamente violenta con él, sino porque sus expresiones espontáneas han sido recortadas mediante la amortiguación institucional de su naturaleza.
La violencia cada vez más llena de saña que vemos en México lleva a preguntarse en qué momento se rompieron en el país esos resortes institucionales y cómo restablecerlos.
El problema superó a los gobiernos recientes, hasta llegar al actual. Y mientras las políticas públicas sucumben, el asunto alcanza las magnitudes de una crisis humanitaria que abarca los asesinatos dolosos, los feminicidios, los desaparecidos, los desplazados y los niños violentados: 4 de cada diez son atacados por un familiar.
Entre las noticias atroces de los últimos días hay una cosa para rescatar: las movilizaciones y la discusión pública alrededor indican que la sociedad no sólo se resiste a seguir normalizando la violencia, sino que ha puesto en el centro de la deliberación lo más importante: defender la vida en un país cansado de llorar muertos.