SERENDIPIA
Perú: El cielo en la panza
Es la segunda vez que vengo a Perú. Esta vez, además de conocer lugares fantásticos como Machu Picchu o las ruinas de Morai, unos círculos concéntricos donde los incas experimentaban sembrando en diferentes superficies, pude constatar que de lo que más se habla no es de futbol, un tema que en nuestro país es una auténtica locura, sino de la comida peruana, que a los peruanos los vuelve más locos aún.
En el Perú, sea que te encuentres en la ciudad, en la costa, en la selva o en la sierra, los peruanos amanecen y se anochecen pensando en la siguiente comida del día.
Uno puede amanecer comiendo el típico desayuno peruano, que consiste en un plato de fondo –lo que llamamos en México el plato fuerte–, acompañado de un tecito de muña, una infusión que sirve para apaciguar el mal de la altura –soroche le llaman en tierras andinas– en ciudades como Cusco, que se levanta a 3,600 metros sobre el nivel del mar.
En el mercadito de Ollantaytambo, un hermoso
pueblo que sirve de dormitorio a las hordas de turistas que abordan los trenes a Machu Picchu, me desayuné unos pallares –unos deliciosos frijoles gigantes– con arroz y una trucha frita, mientras mis vecinos, varias parejas de indígenasquechuas, daban cuenta de un caldo de cabeza de res, de una gallina cocida con papas heladas al frío de la pampa y de un fideo verde con pollo frito.
Parte de la locura gastronómica que puede provocar visitar el Perú es atribuible a la riqueza de un país que produce más de mil tipos de papa y más de 50 clases de frijol o de maíz.
Si visitas Lamay, tienes que comerte un cuy (cuyo) al palo o al horno, rechonchito y chactado –aporreado hasta quedar plano como un bistec–, y en Huaracondo, cerca de Cusco, grupos de turistas babeantes llegan atraídos por un festival en el que se cocinan más de dos mil lechones con ají amarillo, ajo, chicha de jora (una bebida ceremonial fermentada), vinagre y cebolla.
Siempre he pensado que los peruanos y los mexicanos tenemos muchas cosas en común, entre ellas el tráfico infernal y el colorido y alegre desfile que despliega la comida callejera.
Allá los tacos y acá los anticuchos, los corazones de vaca asados, o los picarones, unas frituras parecidas a las donas, hechas de camote.
Hay dos platos que desde que visité este país hace unos años, anoté en mi lista de pendientes antes de morir. Ayer reduje la cuenta en Mistura, un restaurante en la plaza de Cusco donde me comí medio cuy empanizado.
Por la noche, en los callejones de esta ciudad tan parecida a San Cristóbal de las Casas, pensaba en el paiche, el pez gigante que algún día comeré en la selva amazónica, cuando por azar me topé con una sitio que sólo podría existir en el Perú: la calle del chancho, un chorizo largo copado por unos 30 huecos (nuestras fonditas) donde sólo se cocina cerdo, en todas las recetas imaginables.
Perú es el cielo en la panza.