En 1999 conocí a Adina Bastidas en el Banco Interamericano de Desarrollo. Una antigua guerrillera, militante en el Partido Comunista de Venezuela en los setentas y pieza clave en la fundación del Movimiento V República (MVR) de Hugo Chávez. En ese entonces, ella llevaba las riendas como directora ejecutiva para Venezuela y Panamá. Por mi lado, yo era candidato para Gerente General de la Corporación Interamericana de Inversiones, hoy BID Invest. Para ser electo necesitaba al menos el apoyo del 80% de las acciones de los 44 países miembros y Venezuela representaba más del 8%.
Me citó en su oficina para conocerme. Recuerdo sus primeras palabras: “La República Bolivariana de Venezuela, que represento, quiere conocer al candidato y entender su visión sobre el desarrollo de la región latinoamericana”. Su primera pregunta fue si yo era mexicano, confundida seguramente por mi nombre. Antes de responder, le pedí permiso para hacerle una pregunta. Quería saber si una persona llamada, Charles Smart trabajaba en su oficina. Confirmó que sí, describiéndolo como un consejero y valioso colaborador. Luego, pregunté si Charles Smart era venezolano, y nuevamente respondió afirmativamente. Así que le argumenté: si Venezuela podía tener a un Charles Smart, ¿por qué México no podría tener a alguien con mi nombre? Desde ese instante, nació una amistad donde la sinceridad fue una constante, aunque no siempre coincidiéramos.
En diciembre de 2000, el presidente Hugo Chávez la invitó a ocupar el puesto de vicepresidenta, convirtiéndose en la primera mujer en desempeñar ese rol. Más tarde, se desempeñó como ministra de Producción y Comercio y luego se integro a la Comisión de Administración Divisas (CADIVI). En esos tiempos viajé en varias ocasiones a Venezuela, por invitación de ella. Para 2006, retornó al Banco Interamericano de Desarrollo, como directora ejecutiva por Venezuela y Panamá, y eventualmente se convirtió en decana del directorio ejecutivo.
Frecuentemente charlábamos sobre un logro que la llenaba de orgullo: cómo las políticas sociales del presidente Chávez reducían la pobreza y la desigualdad. El centro de estas políticas eran las Misiones Sociales, dirigidas especialmente a los sectores más vulnerables. Cuando Chávez asumió el poder en 1999, el 49.4% de la población venezolana vivía en pobreza. Para 2011, este porcentaje había caído al 27.8%, representando una disminución del 21.6%. Era innegablemente un notable avance. No obstante, en reiteradas conversaciones, expresé mis dudas sobre la sostenibilidad del financiamiento de dichos programas. Adina defendía con convicción que yo estaba en un error. Lamentablemente, con el tiempo, la pobreza en Venezuela incrementó, y hoy es uno de los países con los índices más elevados en Latinoamérica y el mundo.
¿A qué viene contarles esta anécdota? Recientemente, nos despertamos en México con una noticia alentadora: la pobreza ha bajado en más del 5%. Es motivo de celebración. Pero el reto sigue: asegurar fondos para continuar esta tendencia. México, en contraste con Venezuela, tiene un tejido industrial robusto y no se apalanca solo en el petróleo como principal fuente de ingresos. Nuestro gobierno cuenta con fuentes de financiamiento diversificadas y somos un gigante exportador. Pero enfrentamos grandes obstáculos: la recaudación fiscal es precaria, los ahorros se han agotado y el crecimiento económico es bajo. Para mantener estos programas sociales, necesitamos una reforma fiscal sustancial, considerar un aumento en la deuda, o incrementar crecimiento económico o una combinación de estos elementos. Existen dos opciones más; se podrían denominar como opciones nucleares. De esas hablaré en otra ocasión.
¿Qué pasará con el siguiente gobierno de turno? Está por verse, pero algo es seguro: así como en Venezuela una mayoría guarda un recuerdo positivo de Chávez (56% según una encuesta reciente), lo mismo pasará con AMLO en México.