A lo largo del mes pasado se abordó el tema de erradicar la violencia hacia las mujeres desde varios ángulos y puntos de vista: análisis y protesta con marchas, pintas, desnudos, gritos de dolor real, insultos vertidos por impotencia, esto y más, dirigido a los hombres y a las autoridades. Queda una ranura en la superficie de la reflexión que se ahonda en el fondo, que es la violencia hacia las mujeres ejercida por otras mujeres.
En el pizarrón virtual acabo de leer una historia, sucedida cerca de esta ciudad, de reencuentro de dos hermanos separados hace 63 años, cuando su madre, que era sirvienta, los regaló a diferentes personas orillada por la presión de su patrona quien le dio a elegir, entre el trabajo o sus hijos de 5 y 7 años. Para nada es este un hecho extraordinario o aislado; todavía en el límite del siglo XX y hoy en pleno siglo XXI muchas mujeres que contratan servidumbre femenina, las tratan como si fuesen de su propiedad, imponiéndoles condiciones como no tener novio, no embarazarse, a veces les obligan a abortar y hasta había en la ciudad allá por los 90´s una doctora especialista en suspender embarazos de “muchachas”. Las patronas alegaban invertir en su capacitación como para no desquitarla lo suficiente. Y sí, sucede que con tal de no prescindir de ayuda doméstica, les obligan a dejar a sus hijos “por ahí”, dónde no hagan malobra.
También en el ámbito de las patronas de “criadas” hay quienes les prohíben comer comida de la que comieron o comerán los patrones, entrar a su baño, pasar por su sala, si no fue para limpiarla; les vigilan por cámaras caseras para asegurarse de que no se coman el “jamón” o intenten sentarse en una exclusiva silla y los horarios de trabajo, por supuesto rebasan con mucho las jornadas laborales establecidas. Eso sí, a la hora del pago le descuentan el boleto a su pueblo, la ropa que les compraron y hasta el vaso que rompieron. Esto es violencia.
Es violencia también la ejercida de madres a hijas que las humillan porque son morenas o prietas como dirán para que duela, porque son bajitas, porque tienen algún defecto físico o ellas se lo encuentran, porque se parecen al padre que las dejó, a la suegra que no las quería o porque no les ven capacidades de estudio y les niegan la oportunidad de intentarlo o simplemente porque la chica sabe cocinar bien, la mamá le otorga el papel de cocinera de la familia, pensando que al fin se casará y no necesitará estudios. Esto es violencia.
Y luego están las maestras, ni modo, también las hay, en todos los niveles académicos, cuyos preferidos son los “niños” los varoncitos graciosos que les llevan su flor o chocolate, dándole a las chicas un trato diferenciado y humillante o por lo menos injusto y lo peor de todo, muchas veces reflejado en las calificaciones que llegan a impactar hasta en la pérdida del semestre.
Qué mujer que haya trabajado fuera de casa no habrá tenido una jefa o patrona que la admita en el rol laboral contra su voluntad, le ponga piedritas o rocas en el camino para que no avance, para que no escale, para que nunca aspire a ocupar su lugar. Y estas jefas que suelen ser malas como el Covid, les imponen los horarios más difíciles, aíslan a la empleada en los espacios más incómodos, le impiden acceso a teléfono o niegan salidas de urgencia por algún hijo enfermo o llamada de la escuela del hijo. Esta también es violencia.
Qué mujer automovilista o peatona no se ha cruzado con otra automovilista que desde su “cochesote” le grita, le lanza, como dardo con ojos embriagados o empastillados, toda serie de insultos, como los comunes “pendeja” “india” “wey” por decir los menos. Qué mujer discapacitada, anciana o embarazada no se ha encontrado en un transporte colectivo, con los asientos asignados a ellas, ocupados por otras mujeres que ni se inmutan para cedérselos.
La lista de violentas cercanas es larga: hermanas, tías, primas, vecinas, “mejores amigas”, “roomies” que se ensañan con su igual, la agreden directamente o bajo el agua, le roban, le defraudan, le engañan. Madres que nulifican a sus hijas, que les despojan de su personalidad y amor propio. Suegras que desde la boda fueron “entufadas” y así seguirán hasta que el destino las alcance, pero mientras esto sucede, entablan una lucha sin tregua y sin final con la nuera.
También existen las violentas lejanas, las que se conocen hasta que sacan su bolsita de veneno. Ahí están las empleadas que tras una ventanilla o mostrador y envalentonadas por estar trepadas en un ladrillo, le hacen la vida pesada a la solicitante del servicio, muchas veces ignorante, mayor de edad o muy joven. Le insultan, le truenan los dedos y el tacón, le rechazan, no le explican, la asustan o dan mala información. Muchas parturientas conocerán la violencia en los momentos preliminares al parto. Aquí, a algunas que tradicionalmente admiramos por su labor humanitaria se les cae la corona. Médicas, enfermeras y hasta auxiliares que pasaban por ahí, suelen regañar, agredir verbalmente y hasta a insultar a la doliente. También la espantan, la aíslan por “latosa”, no la reciben oportunamente adjudicándole juventud o falta de experiencia y por supuesto muchas “profesionales” de ésta área, le recuerdan con detalle y burlonamente a la parturienta, el momento en que engendró a su hijo.
Entre la violencia más violenta es con la que se topa una mujer cuando busca protección o justicia. Es común escuchar a una secretaria, agente de ministerio público y hasta juez, responder a una mujer que acusa ser víctima de violencia: ¿pues tú qué le hiciste para que te pegara? ¿Qué le habrás hecho para que te echara a la calle?
Desafortunadamente hay violentas en todas las escalas sociales y en todos los medios. Las matemáticas indican que, si por lo menos las mujeres fuesen solidarias con las mujeres, si formaran un solo bloque de apoyo mutuo, uffff, este otro país sería, vaya, ni siquiera los hombres ejercerían violencia contra ellas si codo a codo fueran un muro de amor… AL TIEMPO